Manuela en la mercería Ángela. | Toni Planells

Manuela González (Ibiza, 1968) lleva cerca de dos décadas trabajando en la mercería Ángeles, frente a la iglesia de Santa Cruz. Una de las últimas en su gremio, no pierde la ocasión para homenajear a sus dos maestras, Ángeles y Angelines, que le enseñaron el oficio que sigue ejerciendo en esta mercería de la calle Aragón.

— ¿Dónde nació?
— En Ibiza, en la avenida España concretamente. En 1968 todavía era de esos años en los que se nacía en casa, no te creas que había mucha gente que naciera en los hospitales.

— Su familia, ¿de dónde es?
— Mi familia es de fuera. Mi padre, Mariano, vino de Huelva y mi madre, Paquita, de Cuenca. Llegaron con la inmigración de esos años para trabajar. Mi madre llegó de bien jovencita con toda su familia. Vino con mis dos abuelos, Isidoro y Eugenia, y mis tíos, Isidoro y Eugenio. Mis abuelos vivieron aquí hasta que se jubilaron y volvieron a su pueblo de Cuenca. Mi padre, en cambio, se quedó huérfano muy pronto y vino él solo a trabajar. Él trabajó en la construcción y mi madre en un hotel.

— ¿Creció en la avenida España en la que nació?
— No. Estuvimos yendo y viniendo a nuestro pueblo de Cuenca hasta que nos quedamos definitivamente. Yo tendría unos 15 años. De hecho, mis dos hermanos, Mariano y Paco, nacieron en el pueblo.

— ¿A qué se dedicó cuando volvieron?
— A la vuelta, mis padres montaron una churrería en el Mercat Nou, la churrería Santa Cruz. Allí estuve trabajando como camarera, y haciendo algún chocolate (los churros, los hacía mi madre) hasta que se jubilaron y cerraron en 2005. Justo coincidió que una amiga de la familia, que también era de un pueblo de Cuenca, Villarobledo, tenía una mercería, Mercería Ángela y estaba buscando a alguien para trabajar allí. La chica que tenía se casaba y dejaba el trabajo. Así que me fui a trabajar a la mercería de Angelines, con su hija Ángeles.

— No es un oficio tan sencillo como pudiera parecer, ¿verdad?
— No. No es lo mismo que vender ropa o zapatos (que seguro que también tiene sus complicaciones). Más bien sería como trabajar en una ferretería. Hay miles de referencias, y de cada una de ellas, hay diferentes tamaños o colores. Hace falta mucha memoria, orden y organización.

— ¿Aprendió aquí el oficio?
— Sí. Cuando comencé no tenía ni idea de nada, más allá de coser un botón. Ángeles era una verdadera máquina, me dejaba flipada todo lo que sabía y su memoria prodigiosa. Ella me lo enseñó todo. Angelines ya estaba jubilada y se dedicaba a dar sus clases de bolillos, a dar talleres o a ir al medieval. Le había dejado el negocio a su hija y solo se acercaba a ayudar cuando hacía falta. En 2011, Ángeles enfermó y el cáncer acabó por llevársela con solo 50 años. Entonces Angelines, a sus 76 años, volvió al frente del negocio. Ella terminó de enseñarme todo lo que sé. Hasta la llegada de la pandemia estuvo aquí, en la tienda, al pie del cañón.

— Se emociona al hablar de Ángeles y de Angelines, ¿me contaría un poco su la historia?
— Angelines vino a Ibiza por su marido, Manolo, que había venido a hacer la ampliación del aeropuerto. Manolo decidió que prefería quedarse en Ibiza y Angelines y sus hijos acabaron viniendo a vivir aquí. Ángeles tendría unos meses cuando llegaron. En un principio, Angelines cosía para la moda Ad Lib. Cuenta que tenía a unas 40 mujeres, repartidas por toda la isla, que cosían para eso. Pero llegó un momento en el que se cansó, la habían operado del túnel carpiano, y decidió abrir la mercería con su hija. Serían principios de los años 80 y estaban madre, hija y una empleada. La misma que, cuando se marchó, dejó el puesto que pasé a ocupar yo.

— ¿Cómo está Angelines?
— Está bien, ya es mayor pero está bien. Es verdad que la pandemia la ha fastidiado un poco. Tenía la rutina de venir aquí cada día y, el hecho de haber tenido que estar en casa tanto tiempo, le ha hecho perder esos hábitos y, físicamente, lo ha notado. Eso sí, mentalmente está perfectamente. Sigue siendo esa gran comerciante, capaz de vender un frigorífico a un esquimal. Lleva el comercio en la sangre.

— Un negocio como el de la mercería, ¿daba para que trabajaran tres personas?
— Sí. En aquellos años, los 80, todo el mundo cosía. No es como ahora. Pero es normal, sale más barato comprarte una prenda nueva que llevarla a que te la arreglen. Pero es que ni siquiera saben poner un parche de los que se planchan. Hace poco una clienta me dijo que no sabía coserlo ni tenía plancha para pegarlo. Le pregunté si tenía plancha de pelo para pegarlo y me dijo que sí. Es decir, que no se planchan la ropa, que son 10 minutos, y se planchan el pelo, que tardan una hora y media cada día. Hubo una vez que alguien me compró un broche y me preguntó si sabía quién se lo podía coser a la prenda. Yo la reté a coserlo ella misma como reto personal, para que viera que no es tan difícil. ¡Resultó que era cirujana!. También es verdad que, con la pandemia, se está superando el prejuicio de que coser es algo de marujas o de viejas. Las chicas hacen costura creativa y esas cosas. Ahora se cose más por gusto, por la satisfacción de hacer algo con las manos. De ser autosuficiente. Tanto hablar de empoderamiento en el feminismo y han acabado por metérnosla por todos los lados. El verdadero empoderamiento es la autosuficiencia.