Toni Pomar ante algunos de los cuadros de su padre en su estudio de impresión. | Toni Planells

Toni Pomar (Ibiza, 1960) es uno de los veteranos de la fotografía. Hijo de uno de los pintores más respetados del panorama artístico ibicenco, Pomar hijo se decidió por un oficio del que ha sido testigo de la auténtica revolución que supuso la llegada del mundo digital.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en pleno corazón de Vila. En lo que era s’Hort del Bisbe, lo que ahora es la calle Metge Pujol, cerca de Sa Graduada. Eso no era más que un descampado cuando yo era pequeño. Solo había un puñado de edificios, el de Cas Selleter, el nuestro y alguna casa suelta por ahí, entre descampados y campos sembrados.

— ¿De qué casa eran sus padres?, ¿Can Pomar?
— A ver, mi generación es la sexta desde que llegó el primer Pomar, Joaquín, a Ibiza en 1796. Era un judío mallorquín que supongo que huiría de allí porque debían perseguirle y acabó viviendo en la calle de La Mar, en La Marina. Muchos judíos mallorquines acabaron igual, Piña, Aguiló... casi todos se dedicaban a la joyería. Se casó, tuvo descendencia y mis bisabuelos acabaron montando un horno, Casa Pomar, en la calle Castelar. Como mi bisabuelo era de origen mallorquín, hacían ensaimadas. Mi abuelo, Toni, heredó la joyería de su tío que, a su vez, acabaron heredando mi padre y mi tío. Mi padre, Toni, se acabó dedicando a la pintura, y mi tío fue quién se acabó dedicando a la joyería. Mi abuela paterna se llamaba María. Respondiendo a tu pregunta, nos llamaban de Can Xim, porque eran valencianos y en la familia había muchos Joaquines.

— ¿Por parte de su madre?
— Mi madre, Ana María, nació en Ibiza, pero sus padres, Evaristo y Teresa, eran catalanes. Tras haber estado viviendo por distintas partes del mundo, desde Colombia a Andalucía, recalaron en Mallorca. Lo que pasó es que un día invitaron a mi abuelo a pescar en Ibiza, se enamoró de la isla y acabó trayéndose a toda su familia (tenía ya seis hijos) antes de la guerra. Era químico y se convirtió en el primer analista de Ibiza, si no uno de los primeros. Como eran forasteros se les acabó llamando de Can Bofill.

— ¿Bofill no es un nombre ibicenco?
— Es catalán, como la mayor parte de los apellidos ibicencos, pero los primeros Bofill (que yo sepa) que llegaron a Ibiza fueron mis abuelos. Lo que pasa es que tuvieron muchos hijos, diez, y muchísimos nietos. Entre todos, yo diría que más de 100. Era una de las familias más grandes de Ibiza. Casi todos los Bofill ibicencos son descendientes de Evaristo y Teresa.

— Su padre fue un hombre importante en el arte ibicenco, ¿le recuerda pintando?
— Sí, claro. Fue una generación de pintores muy bien avenida. Gabrielet, Ferrer Guasch, Portmany, Tur Costa, Adrián Rosa, Carloandrés... se conocían todos y eran buenos amigos. De hecho, un poco picados cuando un grupo de artistas extranjeros montaron el grupo Ibiza 58. Ellos montaron en paralelo el Grupo Puget de arte figurativo con el que hicieron varias exposiciones. Aparte de las clases en Artes y Ofícios, mi padre tenía el estudio en la calle Castelar. También hacía salidas que, cuando coincidían en fin de semana, me dejaba que le acompañara a algún pueblo, o la Sa Penya. Yo tenía mi propio caballete, pero pronto supe que la pintura no era lo mío.

— ¿Qué fue lo suyo?
— La fotografía. Desde muy pequeño ya tenía una cámara, una Kodak Fiesta. Pero, con unos 13 años, me invitaron a casa de un amigo de mis padres, Miguel Ángel Ferrer, que tenía un laboratorio. Hice un carrete antes de ir y lo revelamos allí mismo. El subidón que da la primera vez que ves la magia del revelado en el estudio, solo lo conoce quién lo ha vivido. A raíz de eso me enganché a la fotografía. Incluso me monté una especie de laboratorio con un proyector de diapositivas.

— ¿Cómo empezó a dedicarse a la fotografía como profesión?
— Por casualidad. A los 15 o 16 años me acerqué a Salinas e hice las que creo que son las primeras fotos de flamencos. Antes no se les hacía ni caso. Mi padre llevó las fotos al Diario y las publicaron. A raíz de eso me conocieron y, más adelante, me propusieron hacer las fotos del fútbol los domingos. Buil Mayral, que era el fotógrafo oficial, solo hacía el partido del Ibiza. Buil Mayral se rompió una pierna y le estuve sustituyendo. Desde entonces empecé a trabajar los veranos como fotógrafo del Diario. Era mucho trabajo, además había que revelar las fotos. Podías empezar a las 11 de la mañana y terminar a las 11 de la noche.

— ¿Esa fue su escuela?
— Sí. Pero también salí a estudiar fotografía a Barcelona, en el Institut d’Estudis Fotogràfics y en el Centre de l’imatge. Allí aprendí mucho de fotografía y muchísimo sobre la vida. Cuando terminé fui a hacer la mili a Madrid. Me tocó en el Centro Cinematográfico del Ejército y nos dedicábamos a ir por los cuarteles a proyectar películas. Normalmente eran películas muy ‘blancas’ pero en una ocasión proyectamos ‘Puente sobre el río Kwai’ y, como iba de rebelión, los mandos nos ordenaron pararla.

— Al terminar la mili, ¿qué hizo?
— Monté un estudio, Art Gráfic, con un socio en Vía Púnica antes de comenzar una larga etapa como fotógrafo de prensa en el Diario. Estuve del 86 hasta el 92, primero yo solo, pero después con Carles Ribas, con Joan Costa, Rafa Domínguez y Moisés Copa poco antes de irme.

— ¿Siguió con la fotografía a partir del 92?
— Sí. Monté otro estudio, A Imatge. Allí hacíamos todo tipo de revelado, que nadie lo hacía. Fueron buenos tiempos hasta que llegó la revolución digital. Entonces me adapté y monté la segunda imprenta digital en Ibiza. Cuando hice el bachillerato, en Santa María editábamos la revista Aula 0. Yo me encargaba de la impresión y el montaje de la revista, que se hacía con clichés. No me imaginaba que acabaría dedicándome a la impresión.

— ¿Qué ha supuesto la revolución digital en el mundo de la fotografía?
— Un cambio radical. Hoy apenas quedan laboratorios de revelado en Ibiza. Se ha perdido la magia de la fotografía. Hay un abuso excesivo del retoque, de puestas de sol con cielos sobresaturados... Ya estoy aburrido de ver fotos de puestas de sol. Eso sí, también ha supuesto una democratización de la fotografía. Todo el mundo hace fotos todos los días y la imagen, la fotografía, se ha convertido en un lenguaje más. Ya nos expresamos más con imágenes que con palabras. No lo califico ni como positivo ni como negativo.