Pep Planells, en el Hogar Ibiza tras la charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pep Planells (Sant Jordi, 1934) está a punto de cumplir 89 años. Tras prácticamente nueve décadas en este mundo, ha sido testigo de los cambios que ha venido sufriendo desde su infancia. Una infancia muy alejada en el tiempo pero muy presente en su memoria.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Sant Jordi, en Can Vicent Lluc, que era la casa de mi padre. Mi madre era Catalina de Ca s’Hereva. Yo era el menor de cuatro hermanos, Joan era el mayor y después estaban las niñas: Pepa y Catalina. Dos de cada (ríe).

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre estaba en casa. Mi padre trabajó siempre de salinero. Él era de los que trabajaban todo el año en la máquina. Al tener trabajo durante todo el año, era muy buen pagador y cumplía siempre. Por esta razón todo el mundo confiaba en él a la hora de venderle una cosa u otra. Sabían que cobrarían, aunque no pudiera ser al momento. Esto no ocurría con todo el mundo. Más que nada porque no todo el mundo tenía un jornal a diario como él.

—Me habla de los años 40, unos años difíciles, ¿no es cierto?
—Años difíciles no, ¡fueron años de hambre! Tener dinero no te garantizaba poder comprar todo lo que necesitaras. Nosotros no teníamos finca ni huerto. Sin embargo mi padre tenía buenos amigos. Recuerdo que era muy pequeño y me mandaba a tal o cual casa a la hora que terminaba de las salinas para ayudarle a cargar, por ejemplo, unos sacos de grano y llevarlos a casa con la bicicleta. Se los ofrecían a él antes que a nadie porque sabían que se los acabaría pagando tarde o temprano.

—¿Tampoco tenían animales en casa?
—Sí. Teníamos gallinas, dos cabras y un cerdo para hacer la matanza. Nada de conejos, eso sí. A mi padre no le gustaban nada. Decía que podían estar enfermos sin que nos diéramos cuenta. Además, en esa época se hablaba mucho de que te ponían gato en vez de conejo sin que te dieras ni cuenta. Si alguna vez me pusieron gato, yo no me di ni cuenta. Eran tiempos de miseria y se veían a muchas mujeres, normalmente de Vila, que iban con sus niños de la mano por las casas pidiendo algo de comida. Venían muchas veces a casa y recuerdo como se les iluminaba la cara cuando les dabas una ‘embosta’ de ‘figues seques’ o de algarrobas.


—De la Guerra Civil, ¿tiene recuerdos?
—No. Solo uno y muy vago. Resulta que el médico, Villangómez, iba los miércoles a Sant Josep. Por el camino se paró un día en casa. Yo solo tendría dos o tres años y se fijó en que cojeaba. Me examinó y le dijo a mi madre que me llevara esa misma noche, a las nueve, a su casa. Al llegar mi padre a casa fueron a pedirles un carro y la mula a unos familiares, los de Can Truntoll, para poder llegar a tiempo. Cuando llegaron a la altura del ‘Rastrillo’, mi madre siempre contaba que estaba ya muy oscuro, que encendió una cerilla y que mi padre se la apagó enseguida. Y es que hacía pocos meses que había empezado La Guerra y había miedo. El único recuerdo que tengo yo, es del caballito que tenía el doctor sobre la mesa.

—¿Pudo ir al colegio?
—Sí. Pero pagando, eso sí. Recuerdo que mi padre le daba un duro al mes al profesor, Pep d’es Coll d’es Jondal. En realidad este hombre no era maestro, pero haciendo el servicio militar, un día que iba de camino al cuartel en su bicicleta se cayó justo delante de mi casa. Mis padres lo levantaron del suelo y le llevaron a casa para curarle. Debido a las heridas nunca pudo trabajar, así que, como era muy listo y sabía mucho de letras, se dedicó a enseñar a los niños. No te creas que éramos pocos, ¡Podíamos llegar a ser hasta 40! Al dejar el colegio, empecé a trabajar en cualquier cosa que pudiera antes de irme a hacer el servicio militar a Son Sant Joan, en aviación. Creo que fui de las primeras promociones que ‘solo’ cumplimos un año y medio. Al volver, me puse a trabajar como panadero en Can Mañá, en la carretera de Sant Josep. Pero la verdad es que no me gustó nada.


—¿Qué hizo al dejar la panadería?
—Casarme con Mari Carmen en febrero del 66. El 1 de diciembre de ese mismo año nació nuestra hija Lina (madre de mi nieto Joan Marc). Más adelante tuvimos a Laura y a Pepe. Pues bien, ese mismo 31 de diciembre saqué un SEAT 1500 de la casa. Hasta entonces había ido en moto y claro, los tres no podíamos ir en ella. A partir de entonces me puse a hacer el taxi. Sin embargo, tampoco estuve más que cinco o seis años como taxista. Resulta que me ofrecieron trabajo en el aeropuerto con Campsa y compaginaba los dos trabajos. Pero un día tuve un susto. Tras haber trabajado toda la noche en el aeropuerto, a las seis de la mañana, cogí el taxi allí mismo y me salió un viaje hasta Portinatx. Una vez allí, me salió otro para el aeropuerto. Cuando llegué, me salió otro viaje más a Portinatx, y lo mismo, desde allí me salió otro más de vuelta. Mientras conducía, noté como el pasajero me zarandeaba: me había quedado dormido mientras conducía. Al llegar a casa ya era la hora de comer. Tras la comida le dije a Mari Carmen que no volvería a hacer el taxi nunca más. Que con lo que ganaba en el aeropuerto teníamos suficiente para comer. Así fue. Ese fue el último día. Me jubilé trabajando en el aeropuerto.

—Una moto, un taxi, dos trabajos, entiendo que ganaría dinero.
—Vivía bien, sí. Me pude comprar también un piso en Vila. Pero trabajaba mucho, ¿eh? La moto me la compré en Palma, cuando fui a sacarme el carnet. Lo primero que hice fue ir a Minaco a ver la moto, una Iso 125cc. Le dije que, si aprobaba, me la quedaría. Me dijo que no había nadie que le quisiera comprar una moto que suspendiera el examen. Un empleado suyo me enseñó esa misma tarde y al día siguiente aprobé. Cuando me fui en el barco, un empleado me la llevó hasta dentro. Hubo una época en la que me planteé comprarme un llaüt. Iba a pescar con los amigos y no había manera: siempre me acababa mareando. Así que decidí no comprármelo e ingresé esas 25.000 pesetas que tenía ahorradas en Es Crédit. Con ese dinero hice una casa en un solar de mi mujer. La vendimos para comprarnos el piso de Vila donde sigo viviendo.