Tere 'La Portuguesa' posando para el Periódico de Ibiza y Formentera | Toni Planells

Maria Teresa Olivera (Vale da Mula, Portugal, 1961), Tere ‘la portuguesa’, llegó a Ibiza desde Zaragoza para trabajar y vivir con su hija hace solo ocho años. Su experiencia en hostelería la trajo a trabajar en uno de los establecimientos más reconocidos de la isla, desde donde ha conocido una Ibiza muy distinta a la que se imaginaba.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en un pueblo portugués que se llama Vale da Mula, justo en la frontera con Aldea del Obispo, en Salamanca. Yo fui la cuarta de los 11 hijos, aunque el segundo murió con solo seis meses, que tuvieron mis padres, José do Vento Cardoso y Elvira Augusta Olivera. En Portugal llevamos el primer apellido de la madre.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Al campo. Aparte de trabajar en nuestro terreno, mi padre tenía que ir a otros campos para poder sacar un jornal, ¡si es que éramos diez! Cuando yo solo tenía 12 años me tuve que quedar unos meses al cargo de mis hermanos pequeños porque mis padres se fueron a vendimiar a Francia. Con la misma edad, ayudé a mi madre a dar a luz a mi hermano más pequeño junto a una vecina. Cuando era pequeña tocaba trabajar. En casa no había agua corriente y me tocaba ir al río con la burra y la carroza a lavar la ropa. Me llevaba la merienda y me pasaba allí prácticamente todo el día. Las españolas lavaban al otro lado del río y siempre me llamaban la atención por lo bien que lavaba. Me gustaba mucho. También iba a por agua a la fuente con tres cántaros de 15 litros cada uno. Llevaba uno en cada mano y el otro sobre la cabeza. ¡Núnca se me cayó ni uno!

—¿Cómo era la vida en un pueblo como el suyo cuando era pequeña?
—En el pueblo había mucho contrabando. Sobre todo de café, las mujeres mayores, mi madre por ejemplo, se ponían el café entre las tetas para pasarlo a España y burlar los controles que había a ambos lados de la frontera. De España nos traíamos el aceite. Yo misma, cuando iba al río a lavar la ropa, escondía una garrafa en el barreño de la ropa para llevarla a casa. Era una vida dura. Yo no llegué a pasar hambre, pero mi hermana mayor sí. Eso sí, no os creáis que tenía muñecas para jugar ni ninguna comodidad. Sin embargo, éramos una familia muy feliz y muy bien avenida. Aunque no tuviéramos juguetes, estábamos todo el día jugando en la calle, por ejemplo a indios y cowboys. Jugando a indios y cowboys con los compañeros del colegio corríamos por el campo y nos alejábamos mucho del pueblo, tanto que, muchas veces, a la hora de llegar al colegio las clases ya habían terminado (ríe).

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—¿Cómo reaccionaban los maestros cuando llegaban?
—¡Nos pegaba cada una! Ese maestro nos pegaba mucho. Cuando no nos sabíamos la pregunta nos hacía poner la mano y nos pegaba con una regla enorme de madera. Si tenías las uñas sucias, te hacía juntar los dedos para golpearte. A veces, también pegaba en las piernas con una vara. Una compañera a la que le costaban mucho los estudios iba al colegio totalmente aterrorizada porque la iban a pegar. Eso sí, el día de su cumpleaños, nos dejaba la ventana del aula abierta para que le dejáramos un regalo en la mesa. En casa solo nos caía algún chancletazo de mi madre, aunque nosotros nos escondíamos debajo de la cama para escaparnos. Mi padre solo me pegó una vez. Era muy estricto con lo de volver a casa a las nueve de la noche y un día había acompañado a mi hermana Adelaida y su amiga Isabel a la fiesta de un pueblo cercano para ver el chico que le gustaba a la amiga. Nada más llegar al pueblo las perdí de vista y no pudimos volver hasta más de las diez. Mi padre me estaba esperando con el cinturón en la puerta. Ese día sí que me pegó, pero le dolió más que a mí: estuvo sentado en una silla, compungido, al lado de mi cama.

—¿Pudo continuar estudiando?
—No. Con 12 años, cuando volvieron mis padres de Francia, me marché a Oporto a trabajar cuidando niños en una casa. Al año siguiente me fui a Salamanca, a trabajar a casa de un teniente limpiando y cuidando de los niños. Allí no cocinaba porque la comida la traían del cuartel. Al año siguiente fui a hacer el mismo trabajo a San Sebastián. Allí estuve desde los 14 hasta los 18 años. Allí conocí a Antonio, con quien me fui a Barcelona, donde nos casamos y tuvimos a mi primera hija, Mónica. A la segunda, Estefanía, que tiene a mi nieta Aroa y a mi nieto Jared, la tuve en Zaragoza, donde nos fuimos a vivir un año más tarde y donde estuve muchos años. Sin embargo, tras gastarse muchísimo dinero en tragaperras y alcohol y muchas palizas y violaciones, me separé hace unos 35 años. Ahora no sé ni si está vivo o muerto.

—¿A qué se dedicaba en Zaragoza?
—Trabajé durante mucho tiempo en la cocina de un restaurante y en un bingo durante 20 años. Hasta que lo cerraron y me quedé sin trabajo. Cuando tienes 60 años, ya no te quieren y no me cogían en ningún lado para trabajar. Mi hija Mónica ya vivía en Ibiza y me propuso venir aquí con ella, que seguro que encontraría trabajo. Y así fue, vine hace ocho años y encontré trabajo enseguida en el Hard Rock Hotel, donde llevo trabajando desde entonces en la cocina del personal. Estoy muy a gusto y contenta, la verdad. Espero jubilarme aquí, después ya veremos, que la vida aquí es muy cara.

—¿Qué tal el cambio de Zaragoza a Ibiza?
—Cuando se lo decía a mis amigas se echaban las manos a la cabeza. La verdad es que yo creía que Ibiza era un paraíso lleno calles de lujo, edificios de lujo, coches de lujo… Tanto Ibiza, Ibiza, Ibiza por todas partes y, al llegar, Ibiza me defraudó. Al principio me costó, pero ahora soy muy feliz aquí. Pero claro, es que la primera vez que pedí cita para el médico me dieron para ocho días más tarde. Lo mismo para tramitar el paro. Además, por un piso de las mismas características que el de Zaragoza, donde pagaba 350 euros al mes, aquí pagamos 1.000 euros. El primer año, esperando el autobús para ir a trabajar, pasó un hombre corriendo desnudo por delante de nosotras. Me quedé alucinada. Al principio me llegaron a ofrecer hasta drogas. Trabajando en Platja d’en Bossa es normal, ahora los que me la ofrecían ya me saludan. Otra cosa que me escandaliza mucho de esa zona es la cantidad de chicas (ya me entendéis) que no paran de bajar de los taxis. Por todos lados venden Ibiza como un lugar de lujo, pero lo que más he visto son drogas, sexo y alcohol.