Si Idi Amin, aquel terrorífico dictador africano de los años 70 con afición al canibalismo, levantara la barriga de su tumba, seguro que no le haría ascos al festín que se están pegando los socialistas ibicencos en los últimos días. En esta merienda de rojos (descoloridos, como matiza el colega Julio) no se desecha nada, porque hay tanta voracidad y tanta inquina con el adversario que parece que se hayan propuesto engullir y engullir rápidamente y cuanto más mejor para acabar con el contrincante. El problema es que semejante atracón acabe siendo un suicidio gastronómico y político colectivo. En fin, metáforas culinarias (o más bien escatológicas por lo que provocan) al margen, si una cosa sorprende a los ojos ajenos de este guirigay socialista es cómo representantes de un mismo partido político a los que les une un proyecto común y sin tener grandes diferencias ideológicas entre ellos, son capaces de llegar a este estado a través de una serie de trampas y argucias que chocan de bruces con el invento este que es la democracia. No se entiende que un proceso congresual acabe como ha terminado éste, con los sectores que se disputaban el poder aún más divididos y con la certeza de que se ofrecen cargos y sueldos a cambios de votos y de que da igual quién salga elegido porque bien en Palma o bien en Madrid (dependiendo de las influencias de cada cual) se puede cambiar el resultado final. Lo más triste de todo este asunto es que la sociedad se queda con esta imagen de cutrez (lo de cambiar la cerradura de la sede del partido al día siguiente del congreso es el colmo y denota la clase de gente que puede llegar a estar al mando); y no con el esfuerzo que han realizado algunos de ellos, que los hay, para intentar que este fuera un proceso serio de un partido democrático.