Libros envueltos en papel de regalo.

Sé que hoy tendré un libro. No me importará si no es nuevo o si fue comprado hace años. Tengo claro que esta distopía no va a robarme la ilusión de los instantes felices y que está en mi mano recrearlos. Ahora que en nuestras vidas las pequeñas rutinas y las grandes cosas son distintas, debemos aprender a dibujarlas de nuevo para hacerlas posibles. Por eso he propuesto a mi tribu que entre todos rescatemos obras de nuestras bibliotecas particulares para darles una nueva vida y dueño. No es una tarea baladí, porque tendremos que estar seguros de que las piezas escogidas son especiales, que sus destinatarios no las han leído, o no han reparado en ellas como merecían, y que su mensaje está bañado de esperanza y de alegría.

Cuando era pequeña mi hermano me regalaba cada año por Reyes una torre enorme con todo lo que él ya se había leído. En la mayoría de los casos eran títulos que le habían obligado a analizar en clase: Platero y Yo, El Camino, El Cantar del Mío Cid, El Lazarillo de Tormes, El Sombrero de Tres Picos, El Quijote, La Regenta y otros clásicos imprescindibles que conocí antes de poder entenderlos y que devoré de su mano entre los 8 y los 14 años. La poesía vino también en esos paquetes envueltos con lazos del pelo, y me enamoré sin remedio de Machado o de Lorca, quienes sustituyeron a Gloria Fuertes sin esfuerzo convirtiendo los versos en mis lecturas cotidianas. Todavía hoy tengo junto a la cama un par de libros de poesía para que sus versos me den las buenas noches.

Emulando a mis sobrinos he escogido también un par de libros para regalárselos hoy a mis vecinos (como recordarán Ronday y Arturo han montado una biblioteca en el patio de luces de su edificio). Se los he dedicado y envuelto con mucho amor y estoy deseando esperar a que sea una hora prudencial, y que las peques estén dormidas, para llevárselos. A mi chico le he entregado un atlas ilustrado del mundo, cuajado de dibujos y de curiosidades, para que soñemos juntos con los rincones que visitaremos cuando todo esto termine, porque terminará, no tengan la menor duda.

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¡Qué lejos quedan ahora los paseos por Vara de Rey de la mano para escoger a autores juntos! Ante la indecisión nos llevábamos siempre dos o tres cada uno, porque si Almudena Grandes e Ildelfonso Falcones paseaban a sus protagonistas a la vez, ¿quiénes éramos nosotros para templar entre unos y otros?

Esta ha sido una de esas costumbres ‘robadas’ a las que me he abonado desde que llegué a Ibiza. En mi tierra no se celebra, y como los santos, que aquí cobran un protagonismo similar a los cumpleaños, me he apropiado de su celebración como si fuese un ritual ancestral en mi familia, porque aunque nunca hacen falta razones para regalar libros a los que amas, siempre son buenas las excusas. Acepto rosas, por supuesto, pero prefiero que me agasajen con algo que no se marchite y perderme entre las páginas blancas de las obras de esos autores a los que adoro visitar en papel y que decoran las estanterías de mi salón y de mi despacho con sus personajes y sueños.

Hoy es el Día del Libro y he puesto voz al cuento sobre la moda Adlib que escribí e ideé hace un par de años para que mis sobrinos (los de sangre y alma) sonrían esta noche acunados por él. No hay pandemia capaz de apagar las letras.