Fase cero. | DANIEL ESPINOSA

Estar en la fase cero es como vivir en un bajo, es extraño y nos posiciona a ras de suelo con una sensación de exposición que desampara. Todavía no tengo claro qué se nos permite y qué no, a pesar de que cada mañana una nueva lectura, la del BOE, me acompaña junto con el café y la prensa. El Boletín Oficial del Estado es algo exótico que nos anuncia a horas intempestivas novedades en nuestro devenir cotidiano que ya no lo es tanto. Algunas veces lo que nos relata es diferente a lo que expone una portada u otra y llega un momento en el que no sabes qué verdad de las que nos cuentan es la auténtica, o por qué el principio o el final del cuento varían tanto las historias. Luego están las dudas sobre cómo se aplican estas nuevas disposiciones en la vida real y esa letra pequeña se nos anquilosa entre las pestañas para ir cayendo en forma de dudas según avanza el día. Sea como fuere, ya nos hemos acostumbrado a esto de no saber nada, o a entenderlo todo a medias, porque hace días que no lloramos y que no recordamos malos sueños.

Hoy, a pesar de eso, mientras tecleaba en mi nuevo despacho-salón, he sentido un par escalofríos recordando el paseo de ayer en el que me topé con amigos a los que saludé de lejos. Todos iban en bici, evitando así la incomodidad de dejar patente que no queríamos acercarnos a más de dos metros de ellos. Hace unos meses nos hubiésemos abrazado y hablado de ese vino o cena pendientes, pero ayer parecía que el escalofrío gris que nos recorre a todos la espalda hubiese congelado nuestras ganas de juntarnos. Los mosquitos, sin embargo, estaban encantados de vernos salir en manada a la hora perfecta para succionarnos la sangre, por lo que, sumado a los looks deportivos y a la distancia de seguridad, estas noches nuestro perfume tendrá aroma a repelente.

Noticias relacionadas

El otro escalofrío me lo ha provocado un titular. Un hombre le hizo una llave con el pie a un policía y le hundió la cara en la orilla de mi playa (digo que es mía porque está junto a mi casa y eso me hace poseedora de ese distintivo), mientras que su madre le amenazaba con un objeto contundente en la mano y su pareja gritaba pidiendo auxilio. Los tres sabían que el baño estaba prohibido, porque sin ninguna duda así lo dice el BOE y cada medio informativo, y se encontraban en Talamanca a una hora no permitida. No dejo de sentir vergüenza ante la estupidez humana y la falta de respeto y de empatía hacia todos los que estamos hipotecando nuestra «antigua normalidad» por ellos.

Mientras pensaba en esto, me he dado cuenta de que no tengo mascarillas. En los escarceos con RAE por el descampado de al lado nunca me he preocupado por llevarla, ya que no me cruzo con nadie y creo, además, que mi gorra de camuflaje me hace invisible a los vecinos y a los virus, pero si toda Ibiza sigue acudiendo en tropel a mi barrio cada día, y ya vemos el perfil de inteligencia de algunos, creo que no tendré más remedio que protegerme con una. Por eso he parado un instante la trama de esta bitácora para escribir a Tony Bonet y encargarle unas cuantas, a ver si su estilo Adlib me ayuda a lucir este nuevo complemento con bueno gusto y, sobre todo, con libertad, que es lo que ahora nos hace falta. El jueves RAE y yo tenemos cita en el veterinario. No sean malpensados, es a ella a quien le toca vacunarse de Guardian (contra la filariosis, como especifican en su mensaje) y de Virbac (contra la leishmaniosis, otro nombre que da mucho miedo), aunque yo estaría encantada de dejarme inocular en pareja algo que erradique toda esta pesadilla. Aprovecharé la salida para acudir a la farmacia y hacerme con un par de botes de gel, con algunos guantes y con filtros de carbón activo para mis nuevas mascarillas. Por lo demás, no tengo muchos más planes que contarles: despertarme pronto por la mañana, aporrear el teclado para que ustedes me lean y seguir soñando con una nueva fase que nos eleve un poco y nos haga sentir, de ese modo, ligeramente más seguros.