Bitácora de una distopía La Ferretería

Cuando tienes un padre manitas sueles convertirte en una auténtica inútil. Al menos ese es mi caso. Soy como aquella niña del anuncio que decía que su papá «lo arreglaba todo, todo y todo», pero con unos cuantos años más y algún rizo menos. Mis incursiones en las chapuzas del hogar se limitan a aquello que sea capaz de abrir o de cerrar con el destornillador eléctrico que él me regaló, ante mi falta de pericia, y a algunas leves dotes artísticas como pintar cuadros y algún que otro mueble. Tengo una de las cajas de herramientas mejor dotadas del vecindario, con taladro, sierras, cientos de tornillos de todo tipo y muchas más cosas que no sabría nombrar pero que cuando él viene coloca sobre la mesa de la terraza y utiliza con la destreza de un músico afinando sus instrumentos.

Con mi destornillador eléctrico soy capaz, en su ausencia, de abrir los enormes cajones de madera que me envía religiosamente cada tres o cuatro meses para paliar la morriña de sus conservas y otras viandas castellanas, cántabras o riojanas. Unos cajones que no solo sirven para contener esas delicias caseras, sino a los que durante el confinamiento les he puesto ruedas y bisagras para convertirlos en muebles supletorios de almacenaje, cabeceros del chill out o, incluso, reposaperitivos (otra palabra inventada).

Esta semana he recibido uno de esos cofres del tesoro que confecciona él mismo, comprando la madera natural y montándolos, para llenarlos de manjares que me hacen sentir en casa, abrigada en los aromas y recetas de mi infancia. Botes de cristal llenos de pisto, de tomate frito casero, de pimientos asados, de judías verdes, de mermeladas de ciruela o de mora, o de bonito en aceite de oliva, han vuelto a llenar mi alacena para regocijo de nuestros estómagos y de la curiosidad de nuestro portero, Toni, al que le sorprende cómo mis padres siguen alimentándome con tanto mimo (pero cuya senda sigue cada semana trayéndonos huevos de sus propias gallinas). Ya les avanzo que fui la estudiante más envidiada durante la carrera, porque era la que tenía siempre la despensa más llena, y que cada vez que me llega uno de esos paquetes mágicos, que pesan entre 40 y 50 kilos, bailo de alegría. A pesar de mis pocas dotes con el bricolaje, siempre los abro yo y coloco con precisión quirúrgica su contenido por temáticas en la fresquera.

Este fin de semana he decidido pintarlos todos de blanco, y como hoy he tenido que llevar a RAE al veterinario para que le pusiesen las vacunas he aprovechado y me he pasado por la ferretería, uno esos lugares en los que venden miles de cachivaches cuyos nombres desconozco y en los que me siento como La Sirenita peinándose con un tenedor. Como no tenía cita previa, iba con mi perro y eran ya casi las 10:00 de la mañana, me he empezado a poner nerviosa. La mascarilla y los guantes tampoco me han ayudado y me he aturullado para pedirle a su propietario todo lo que necesitaba. Creo que le he parecido la clienta más divertida y a la par más ignorante del día, aunque me ha servido con mucha paciencia y con una sonrisa de oreja a oreja los seis spray de pintura blanca mate que cree que voy a necesitar y otros utensilios altamente complejos.

Cada verano, cuando mis padres aterrizan en Ibiza para comenzar sus vacaciones, mi padre me guiña un ojo al bajar del avión y siempre me dice: «A ver, chatita, ¿qué voy a tener que arreglarte esta vez?».Y aunque yo siempre le digo que nada, que viene a descansar, al final termina colocándome los espejos del baño, los aires acondicionados, las estanterías del despacho, las nuevas camas que ellos estrenaron o inventándose una filigrana para que la tele esté a la altura perfecta. Este año, si el COVID-19 les permite venir, les juro que no le pediré nada. Solo quiero que esté bien, sano, fuerte y risueño para que siga arreglando el mundo, haciendo que las cosas que parecen rotas cobren una nueva vida y convirtiendo mi vida en un lugar mejor donde todo está más entero.