Una playa de Ibiza durante la fase 2 de la desescalada. | DANIEL ESPINOSA

El agua de Platja d´en Bossa se mostraba tan limpia que nadar en ella era como hacerlo en una gran piscina. Estaba casi vacía, permitiendo que nos hiciésemos con un buen espacio de arena a varios metros del resto de bañistas, y a la temperatura perfecta, esa que te hace saltar de impresión al principio pero que una vez dentro te templa la piel y el alma. El olor a crema y a sal, la arena quemándonos los talones hasta llegar al lugar escogido y las risas y las olas lamiendo la orilla como única banda sonora, me han permitido devorar el libro que me prestó Carlos entre chapuzón y chapuzón. Ha sido una mañana perfecta, sin vendedores ambulantes interrumpiendo la lectura ni música a todo trapo rompiendo la magia de una sencillez casi mística.

Un grupo de adolescentes se divertía detrás de nosotros y me han hecho sonreír recordando los días en los que fuimos como ellos y donde mirábamos a los ‘señores’ como nosotros de soslayo.

Después he llamado a mi madre para que escuchase el rumor del agua. Es un ritual que tenemos desde que hace casi 20 años, y en plenos exámenes finales de carrera, mi madre tuvo la genial idea de iniciarlo en esta misma playa. Recuerdo que estaba estudiando historia del periodismo y que tenía la mesa empantanada con apuntes, con libros y con resúmenes y la cabeza llena de nombres de periódicos franceses que no conseguía memorizar. En aquel momento sonó aquel Alcatel amarillo que fue mi primer teléfono móvil. Era mediodía y me rugían las tripas de nervios y de hambre. Mi madre comenzó a contarme atropelladamente que la isla era una maravilla, que tenía que venir, algo de un mercadillo hippy en el que todos los chicos eran guapísimos y majísimos y que en ese momento estaba paseando con los pies dentro de un mar tan turquesa que si lo conociese me querría quedar allí para siempre. Curiosamente, dos años después terminé viviendo en esta parte del Mediterráneo y mi primer gran baño lo comparto con ella cada verano para que no se le olvide cómo suena la felicidad besando al agua.

Hoy, además, entramos en Fase 3, o lo que es lo mismo, en el final de la desescalada y en los albores de la cacareada «nueva normalidad». La verdad es que este nuevo lenguaje me tiene ya un poco hasta el moño y prefiero decir que estamos al final del túnel. Creo que todos tenemos tantas ganas de mandar a freír vientos al puñetero bicho que no vemos el momento de regresar a nuestras rutinas y a nuestros ritos como siempre, como antes. Yo a escribirles solo los domingos y ustedes a los que les dé la gana.

Pero ya nos han advertido de que habrá segunda parte, no un rebrote al parecer tan paralizador como este, pero que el dichoso coronavirus será parte de nuestras vidas, como la gripe o como el sida. Es aterrador. Creo que me voy a meter un segundo otra vez en el agua para limpiarme este desasosiego.

Por el momento las mascarillas seguirán siendo obligatorias en espacios cerrados y abiertos en los que no se pueda garantizar la distancia de seguridad aconsejada, y deberemos teñirnos las canas, hacernos las uñas, comprar el pan y viajar a Formentera con ellas calzadas para evitar que nos cueste 100 euros más cada viaje. Lo único bueno de todo esto es que ya podemos escaparnos a otras islas y que el fin de semana que viene volveremos a bucear en las aguas turquesas de Formentera, mientras brindamos con Elena y con Sergio por los reencuentros, por los amigos y por lo afortunados que somos de vivir en tiempos de confinamiento en el paraíso.