La Mola 2017.

Habitualmente destinamos nuestro tiempo marcando rumbo para acabar alcanzando destino. Son caminos que se nos presentan por propuesta ajena o propia, dejando de lado ahora la posible imposición exterior, incluso la obligación autoimpuesta.

Cuando se nos presentan alternativas que marcan bifurcaciones, solemos entrar en duda si es mejor una vía u otra. Cuantos más cruces de caminos se nos presentan, más posibilidades tenemos para detener la aproximación hacia la idea inicial.

Si un trayecto indica que estamos avanzando en línea recta, da la sensación que el objetivo que queremos alcanzar es cercano e inminente. Cuando nos detenemos a lo largo del itinerario, para valorar si existen alternativas mejores, caemos fácilmente en la encrucijada que nos califica de indecisos. Y si no nos detenemos para valorar otras posibilidades, topamos con afirmaciones que nos catalogan de inflexibles.

Durante la evolución de la arquitectura contemporánea -y casi da la sensación que desde sus inicios hace ya un siglo, no pasó el tiempo- se iban eliminando elementos sobrantes, hasta alcanzar una composición de líneas y volúmenes aparentemente más prácticos y funcionales que lo perseguido hasta entonces, que no era otra cosa que marcar riqueza y poder y calificarlo de bello.

No quisiera quitarle valor a cualquier composición barroca, o incluso todas aquellas inspiraciones criollas -que ahora cabrían en el rubro de fusión- tan ricas en elementos, en principio copiados, pero hábilmente incorporados a una estructura colonial que no solo abre espacio a lo importado, sino que sorprende con aportaciones propias de un continente que ofrece espacio y cobijo al recién llegado.

Las misiones jesuíticas de la Amazonía por ejemplo, trasladaban todo el arte europeo al material de construcción existente y abundante en forma de una talla, que originalmente trabajaba la piedra, adaptándose a la riqueza maderera del lugar. Una construcción que une hábilmente la estructura arquitectónica a la escultura decorativa y secular.

Pero recordemos la sencillez y elegancia del románico catalán, recordemos que aunque tosco, refleja una belleza única en un avance arquitectónico que según las latitudes crece hábilmente y hacia el cenit. Así cada lugar adapta y adopta necesidades, materiales y posibilidades en un medievo muy sufrido.

Y siguiendo con sencillez y elegancia, encontramos la línea del pabellón de Mies van der Rohe, la casa de la cascada de Wright, la sede de Bauhaus de Gropius o la capilla de Le Corbusier en Ronchamp, que ciertamente tiene un pensamiento en la sala de plenos del Ajuntament de Sant Joan. Al menos es esa mi impresión.

Y cuando el camino se pierde en el horizonte, da la sensación que nuestra meta es inalcanzable. Cualquiera que sea. Parece que el infinito es cada vez más próximo, logrando convencer, incluso al más incrédulo de la importancia de que vulnerar la utopía es dar vida a la esperanza de avance y evolución y trabajar los abismos y lograr un puente entre el aquí y ahora y el futuro.

Y si alzamos la mirada descubriendo un espacio entre nubes, típico de Magritte, podemos divisar cualquiera de los rascacielos que se han edificado y los que están aún en vías de desarrollo logrando alcanzar cada vez metas más altas, nos alcanza la certeza de que cualquier material es finito, y que el límite en el tiempo es precisamente una cuestión de tiempo.