Todos conocemos ese fenómeno que se ha prodigado en los últimos años por el cual muchas familias viven a crédito. La progresiva bajada de los tipos de interés, que los ha dejado en la última revisión europea en el 2'75 por ciento, una cifra jamás vista en nuestra historia, ha provocado que miles de ciudadanos se lancen a endeudarse con una alegría tampoco vista antes. Aquella vieja mentalidad que aconsejaba a las familias ir ahorrando en la medida en que se iban endeudando, para intentar nivelar un poco el «haber» y el «debe», ha quedado enterrada en el pasado y hoy el abaratamiento del precio del dinero y el dinero de plástico, que casi nos hace olvidar que exista el metálico, han materializado una nueva forma de pensar: pagar a largo plazo.

Algo que se ve todavía más potenciado por dos situaciones recientes: la subida indiscriminada de los precios del mercado inmobiliario y la caída en picado de los beneficios que proporcionaba la Bolsa.

Con estos datos, los ciudadanos que disponen de cierto capital han huido de los tradicionales fondos, que hoy cotizan por debajo del IPC, y se han refugiado en el valor seguro de toda la vida: la vivienda, lo que a su vez provoca nuevas solicitudes de préstamos a largo plazo -se han duplicado en cinco años-. Todo ello ha tenido una consecuencia puesta de manifiesto estos días: la riqueza financiera de las familias españolas ha caído en un 9'2 por ciento, retrocediendo a niveles de hace cuatro años. O sea, que deben mucho más de lo que poseen. Y eso es un mal negocio en economías precarias como la nuestra, donde la temporalidad del empleo, el aumento del paro y una inflación desbocada pueden hacer temblar el presupuesto de un día para otro.