Aunque nuestra cultura política parece relegar en nuestra mente la idea de que un cargo electo es en realidad una encomienda ciudadana a la gestión de su voluntad, las amenazas denunciadas por el alcalde y primer teniente de Santa Eulària, Vicent Marí y Mariano Juan, respectivamente, suponen una ocasión oportunísima para recordárselo a la población. En los supuestos intentos de medrar a toda costa en beneficio de unos pocos y en contra de la legalidad que se ha producido en este municipio se esconde un atentado contra la generalidad de la población que no puede ser consentida en ningún caso, y que debe depurarse hasta las últimas consecuencias. Pese a lo burdo de la trama, el caso es muy grave y representativo de lo que ocurre o puede ocurrir en las instituciones locales, cuyo buen funcionamiento es la base de la calidad de vida a la que toda sociedad tiene derecho a aspirar. Sorprende, eso sí, la poca contundencia que ha expresado la clase política ante un hecho de gran relevancia, bien por la excusa del respeto a la presunción de inocencia bien por una falta de empatía cada vez más acuciante en el nuevo modelo político que se ha ido creando con la división de colores políticos. El hecho de que ya hayamos conocido el temor a un ataque hacia su persona o hacia su familia expresado por alguien de la dignidad de un alcalde permite prever que, con todo, el caso no es nimio, ni mucho menos, por más que pueda resultar hasta pedestre. El hilo, de todas formas, está ahí para ser seguido hasta donde se consiga esclarecer los sucesos, pero hay que disipar todas las sospechas de que nuestras instituciones puedan ser objeto de coacciones arbitrarias. Admitir que pudieran tener éxito supondría el principio del fin del imperio de la ley y la democracia.