Me acuerdo perfectamente de cómo era Max cuando fuimos a buscarlo a la casa donde nació. La madre, una labradora blanca con las tetas hasta el suelo, huía de la camada de 8 que no la dejaban respirar ni un minuto.

Cómo elegir entre 8 preciosidades que buscaban desesperados las tetas de mamá, mientras ella me miraba como si supiese que a partir de ese momento la madre de uno de sus pequeños iba a ser yo. En la mirada había hasta un halo de comprensión, incluso yo diría que de petición compasiva para que me lo llevara porque ella ya no podía más con tanta boca abierta.

Entre tanto perrito y perrita me enamoré inmediatamente de ese pequeñín marroncito con ojos azules. No parecía labrador, la verdad, tal como me aseguraban insistentemente los dueños de la perra. Igual porque se pensaban que si admitían que era «mezclado» no lo iba a querer. Yo que siempre he tenido «mil leches» y me parecen que en la mezcla está la superación de la especie.

Desde luego la madre allí presente era inconfundiblemente de esa magnífica y fiel raza de perro labrador. Pero el tiempo me dio la razón. El padre de Max era un Braco. No cabía la menor duda. Aquel cachorro que me cabía en una mano se convirtió en pocos meses en un perro enorme, precioso, una mezcla insuperable de Braco y Labrador. Fuerte, vigoroso, con una energía incontrolable, con la fuerza de un adulto pero completamente fuera de control porque, al fin y al cabo, era todavía cachorro. Pero Max era, sobre todo, un buen perro. Fiel, juguetón, alegre, incapaz de hacerle daño a una mosca a pesar de su envergadura.

Quien no haya tenido animales domésticos en casa seguramente no concibe el amor que recibes de ellos. Se convierten en uno más de la familia, les llegas a entender sólo con la mirada y cuando el perro se hace al amo y el amo se hace al perro, basta con algunos gestos para que ambos sepan exactamente qué se quieren comunicar.

A Max lo han envenenado. Dejó de la noche a la mañana de comer, de correr, de mover la cola. Dejó de ser él. Sus ojos expresivos y su cara siempre alegre (los perros también ríen) se transformaron en unos ojos rojos, cabizbajos. «Max está malo», me dijo mi marido. Nada hemos podido hacer para salvarle. Después de seis días luchando para que Max viviese, no ha podido resistirlo más. El veterinario se volcó con él. Llamó a colegas suyos, buscó en libros, intentó por todos los medios salvar a Max. Pero no ha podido ser. Los perros, igual que las personas, nacen y mueren.

He tenido muchos perros a lo largo de mi vida y siempre sientes lástima cuando se van. Pero lo de Max ha sido a traición. No llegaba a tres años. No era su momento. Alguien sin alma lo ha matado. Y no puedo soportar la pena de recordar cómo se ha ido apagando. Max era un buen perro. No se merecía esto. No ha sido el único. Estos días parece que hay una persona sin alma que envenena perros por la zona de Sant Rafel. No puedo describir la rabia que siento. Tampoco voy a plasmar por escrito lo que le deseo al desalmado que ha matado a mi perro.