Por mi experiencia personal, siempre entendí la práctica del deporte como una disputa entre dos equipos para conseguir el mayor número de goles, canastas o puntos. Es decir, nunca fui capaz de disfrutar un actividad deportiva en la que no hubiera un balón de por medio y en frente a un rival con el que disputar su control. No es de extrañar, por lo tanto, que el baloncesto, el balonmano, el fútbol y hasta el voleibol hayan sido los deportes de equipo que he tenido el placer de practicar a lo largo de mi vida. A la vista está que nunca destaqué en ninguno de ellos: el físico nunca me acompañó y, como Charly Reixach, siempre pensé que ‘correr es de cobardes’. Por eso, tengo que admitir que profeso una gran admiración –y mucha envidia también– a todos los participan en las carreras populares que periódicamente se celebran en las Pitiüses. Es gente que sabe perfectamente que no va a ganar la competición, pero que es capaz de correr una cantidad increíble de kilómetros por el simple hecho de practicar deporte y superarse a uno mismo. Una motivación que elevaron a la enésima potencia los casi 300 triatletas que el pasado domingo pasaron entre seis y diez horas nadando, sobre la bicicleta y corriendo. Todos llevaron a cabo una muestra encomiable de esfuerzo, sufrimiento y capacidad de superación fuera de lo normal. Tanto los que pudieron subir al pódium a recoger su merecida medalla, como los que todavía seguían en pie tras más de nueve horas de esfuerzo y se negaron a tirar la toalla pese al cansancio y los calambres lógicos tras un esfuerzo titánico. Para mí, todos ellos son héroes y heroínas.