En la predisposición genética de un hombre no viene programado el gen del maltratador, no es por tanto hereditario ni patológico y aunque a veces crónico, el hombre que maltrata es un hombre machista. El machismo tampoco se aprecia en un non nato sino que una persona se hace machista al tiempo y no es difícil caer en esa desviación conductual teniendo en cuenta de que desde que nacemos, estamos expuestas a la continuación de los roles ancestrales que perpetuan estereotipos nocivos de género.

La realidad desborda ya el concepto de «género» para acompañar a la violencia, llamemos a eso violencia machista y dejemos entonces de focalizar el problema como una guerra de sexos. Una violencia, la machista, que solo puede ir en una dirección: la mujer. Entonces los grupos enfrentados no son hombres contra mujeres sino sociedad contra machista.
No menos preocupante es que tras esa construcción del modelo social, ético y moral separatista de hombres y mujeres durante la infancia, adolescencia y edad madura, el problema se afianza en la aparición de dos figuras antagonistas: el hombre villano-héroe y la mujer-víctima. El hombre machista ahora repudiado socialmente pero paradójicamente, encarna también la figura del héroe puesto que es él quien puede poner solución a la violencia machista que él mismo provoca. La mujer en cambio aparece como víctima vulnerable, ahí se consolida definitivamente el problema machista y queda adherido en la psique de una sociedad. La perspectiva equivocada, el enfoque erróneo de las personas protagonistas traen consecuencias devastadoras y poco efectivas.

Si los medios de comunicación han conseguido en los últimos años que la violencia contra la mujer haya superado su dimensión estrictamente privada, policial y judicial para pasar a ser considerada como un atentado hacia la propia sociedad, también por otro lado la proyección constante de la imagen de la mujer como una persona frágil, entristecida y dominada ha construido una lacra para la propia mujer: mujer-víctima. Términos inseparables.

Esa imagen mediática de una mujer con la boca tapada, llorosa e hinchada a golpes en el centro del huracán de la violencia, conduce al menester caritativo de procurarle medidas de protección especial que no pongo en cuestión si no fuera porque no existen en proporción también medidas que empoderen, cayendo con todo en una espiral de dependencia a la tutela del Estado y dificultando el asalto a la autonomía, la libertad e independencia de la mujer.

Tanto ha cuajado la victimización, que la mujer silenciosa de las campañas mediáticas ha tenido su reflejo en la forma de llevar a cabo reivindicaciones por las asesinadas tanto que si deberíamos salir con alaridos y rugidos en busca del asesino que mata, mostramos nuestro rechazo a través de un minuto de silencio.

Hay que sacar a la mujer de esa lacra no ya solamente desde medidas y bases educativas que construyan una sociedad libre de roles patriarcales, o en un aumento de las partidas estatales dedicadas a la Igualdad, protección de la mujer, alternativa habitacional y erradicación de la violencia machista, que mueren lentamente desde hace años por una financiación deficiente, sino a través de campañas contra el machista que empoderen a una mujer desde la perspectiva de la valentía, tratando de ver más allá de la muerte una salida posible y real al machismo endémico.

La última mujer la tuvimos cerca, en Mallorca esta semana murió asesinada una mujer, sería valiente pero la mataron y ahora es víctima. Hicimos el correspondiente minuto de silencio y todas y todos seguimos con nuestra rutina. Mujeres en la afonía, asesinatos en estado mudo. Gritos en un ataúd. En las tinieblas del silencio se escapa un asesino y nos deja una muerta, una Santa muerta. El fin necesario de toda víctima. Pobrecilla, que lástima, tenía hijos. También tenía un par de ovarios y muchas ganas de gritar.