Hace seis años escribí un artículo en el que afirmaba que Europa era un lugar magnífico para vivir: horarios agradables,vacaciones prolongadas, permisos de maternidad y paternidad generosos, subvenciones agrícolas, pensiones razonables etc.; el problema era que todo eso no garantizaba la fortaleza de la Unión, carente como estaba -y hoy sigue estando- de peso específico y capacidad de influencia en la escena internacional. La Unión sigue rigiéndose por un complejo mecanismo que comprende la presidenciarotatoria semestral, asistida de las dos que le seguirán (¡), el presidente de la Comisión y los veintisiete -hoy veintiocho- jefes de Estado o de Gobierno, siempre atentos a recordar a los demás que no todo es posible en Bruselas; o sea, todo un ejemplo de simplicidad y visibilidad, cuando no una parodia tosca de los males que paralizan a la Unión. Y así siguen yendo las cosas, con países minúsculos en plano de igualdad formal con los más poderosos, con otros que accedieron al euro mediante burdas trampas contables, con algunos del Este aparentemente adheridos a un sistema de valores del que están a años luz y con la indefinición como método en la pugna entre soberanía y supranacionalidad, con millones de euros perdidos en traducciones a idiomas marginales y propuestas tan sugestivas como la reducción, a nivel comunitario, del contenido de sal en las galletas y demás ocurrencias poco edificantes de una burocracia sobrepagada y recompensada con pensiones de jubilación suculentas.

Hoy pienso sin falsa modestia que no iba del todo descaminado y el llamado Brexit acaba de plantear a la Unión un problema existencial: si se es condescendiente con el Reino Unido, los candidatos a una pertenencia a la carta alzarán aún más la voz. Si se es demasiado riguroso, se perjudicarán intereses económicos en juego muy importantes. Teniendo en cuenta el bajísimo nivel de la clase política europea, hay que temer lo peor, sea en forma de dilaciones contraproducentes o de soluciones arbitristas o irreflexivas.

A toro pasado, quienes pensamos que la apresurada ampliación al Este era un error histórico constatamos hoy que el seguidismo a las políticas norteamericanas de anticomunismo -reconvertido en antirusismo- lejos de reforzar la Unión, la debilitaron seriamente.

Las migraciones de ciudadanos del Este europeo a los países más prósperos del Oeste sembraron un caldo de cultivo de tinte xenófobo que se ha puesto de manifiesto ahora, especialmente en el Reino Unido. Para colmo, la ocurrencia de Merkel de tratar de forzar la acogida de cientos de miles de refugiados como solución humanitaria (léase buenista) a la ausencia de voluntad europea de contribuir militarmente a solucionar los conflictos de Oriente Medio no ha hecho sino agravar las cosas.

Hay tres escenarios principales posibles para una nueva relación del Reino Unido con la Unión: el noruego, el suizo y el de «tercer país». Noruega forma parte del Espacio económico europeo (EEE), lo que le garantiza el acceso al mercado interior (salvo en materia agrícola y pesquera) aunque, eso sí, a cambio de importantes concesiones como sus contribuciones al Fondo de Cohesión, la aceptación de gran parte de la legislación comunitaria y nada menos que la libre circulación de personas. Suiza, que es miembro de la EFTA (Asociación europea de libre comercio) pero no del EEE, ha concluido nada menos que 120 tratados bilaterales con la Unión Europea que le permiten también acceder al mercado interior, aunque no en lo relativo a la prestación de servicios. En ambos casos, el Reino Unido se vería obligado a tragar sapos que no son nada de su gusto: la libre circulación de personas y lo relativo al sector servicios, que representa el 80 por ciento de su economía. El tercer escenario es casi impensable: empezar de cero e ir negociando con rumbo a lo desconocido. Muchos recordarán a David Cameron como un político fue de victoria en victoria hasta el fracaso final, como, por otra parte, Hollande, Merkel, Pedro Sánchez, Tsipras y tantos otros de los miembros que componen esta clase política de ínfimo nivel.