En el libro del Levítico consta que todo israelita tenía que ofrecer como sacrificio en la fiesta de la Pascua, un buey o una oveja, si era rico; o dos tórtolas o dos pichones, si era pobre. El atrio exterior del Templo o patio de los gentiles se llenaba de vendedores, cambistas, mercaderes, con las consecuencias que podemos imaginar: ruído, vocerío, mugidos, estiércol... Dicho espectáculo existía con el permiso tácito de las autoridades del templo, que obtenían así buenos ingresos. Entonces, Jesús hace una afirmación trascendental: «No hagáis de la casa de mi Padre un mercado». Llama a Dios Padre suyo y actúa con gran contundencia, se proclama ante todos el Mesías Hijo de Dios. Ante la actuación de Jesús los judíos replicaron: ¿ Qué señal nos das para hacer esto?. Respondió Jesús : «Destruid este templo y en tres días lo levantaré».

Jesús hablaba del Templo de su cuerpo. Nuestro Señor Jesucristo, en el cual habita la plenitud de la divinidad corporalmente es el verdadero Templo de Dios. Jesús habla de una de las verdades más profundas sobre si mismo: La Encarnación. Después de la Ascensión del Señor a los cielos esa presencia real, verdadera y substancial del Hijo de Dios permanece entre nosotros en la Sagrada Eucaristía.

Nosotros, por la gracia, somos templos de Dios. El Espíritu Santo habita en nosotros. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.