No cabe duda de que el asesinato de Laura Luelmo es un nuevo feminicidio. El asesinato, así como la violación, forman parte del grado más elevado de violencia que se ejerce sobre las mujeres, y la raíz del problema es la cultura machista sobre la que se sustenta todavía nuestra sociedad. Pero en lugar de poner siempre el foco en el psicópata de turno o en la necesidad de endurecer el Código Penal, creo necesario que los hombres reconozcamos que tenemos interiorizado un modus operandi que genera violencia sobre las mujeres. No estoy diciendo que todos los hombres seamos unos asesinos o violadores en potencia, pero si somos honestos con nosotros mismos, detectaremos, en nosotros mismos y en nuestro entorno, actitudes que entrañan algún grado de violencia sobre las mujeres. Una violencia que en la mayoría de las ocasiones es simbólica, invisible, pero que contribuye a aumentar las desigualdades entre nosotros y ellas. El debate no puede dedicarse en exclusiva a las penas de cárcel una vez que las mujeres han sido asesinadas, sino que debe dirigirse también en torno a cómo podemos actuar en nuestro día a día para evitar que las sigan matando. Cómo evitar que sientan miedo cuando están solas en la calle o cuando vuelven a casa por la noche. Por desgracia, nos hemos acostumbrado a que cada semana mujeres sean asesinadas por hombres cuando deberíamos estar hablando de una alarma nacional. Para muestra un dato: casi 1.000 mujeres han sido asesinadas a manos de sus parejas o exparejas desde que se empezaron a contabilizar el 1 de enero de 2003. Para que nos hagamos una idea, ETA ha asesinado a 829 personas desde la muerte de Franco hasta el cese de su actividad terrorista. Hay que poner fin a todo esto, no solo con solidaridad y minutos de silencio, sino con presupuesto para que haya más juzgados especializados, más formación de género para los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, más agilidad en los casos y más protección para las mujeres.