Eran las seis de la tarde del viernes 27 de marzo, desaparecían los últimos vestigios del Sol, un espeso manto de nubes dejaba caer sus lágrimas sobre Roma y el mundo se preparaba para un acontecimiento histórico. El Papa Francisco, en la soledad del hombre, se dirigía al altar que se imponía en una inhóspita Plaza de San Pedro vacía de almas, pero llena de espíritu. Sus vestiduras blancas eran el único punto de referencia en un espacio sobre el que caía todo el peso de la tristeza y de allí se expandía a todo el orbe en forma de miedo y angustia.

Fue entonces cuando el Papa hizo honor a su condición de Santo Padre y con su voz aterciopelada y serena, consoló a sus hijos desconcertados y atemorizados, dirigiéndonos una homilía para la historia, ante la atenta mirada del Santo Crucifijo Milagroso de San Marcelo, única imagen que salió ilesa del incendio que consumió su iglesia en 1519. Así fue como impartió la bendición Urbi et Orbi de manera extraordinaria, dado que la misma está reservada exclusivamente para tres ocasiones: tras la elección de un nuevo pontífice, Navidad y Domingo de Resurrección. Ulteriormente, en un acto sin precedentes, concedió la indulgencia plenaria a sus fieles, lo cual supone el perdón de sus pecados y la remisión de la pena que se deriva de los mismos (el purgatorio).

Una voz tenoril precedió la homilía, cantando con pesar y gravedad el Evangelio según San Marcos y estremeciéndose en soledad por las 284 columnas y las 88 pilastras que Bernini proyectó en una plaza ahora irreconocible; su único acompañamiento, la lluvia y un silencio ensordecedor. Tras ello, llegó la esperada bendición papal que se convirtió en un cálido aliento capaz de ahuyentar el frío de la incertidumbre que nos devasta.

No hace falta ser católico ni tan siquiera creyente para comprender que el mejor punto de cordura lo impuso el sucesor de Pedro, en un momento en el que los líderes mundiales parecen más ocupados en navegar en un mar de reproches y acusaciones. Precisamente, inició su prédica recordando la «tormenta inesperada y furiosa» que se ceñía sobre la barca de un pueblo frágil y desorientado que sobrevivió gracias a la Fe y a que todos remaron juntos.

El obispo de Roma prosiguió desgarrando nuestra soberbia con una frase que se cargó de un plumazo toda la vanidad que azota nuestra generación: «Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos» y recordándonos que «solos, nos hundimos». No hay mayor acto de humildad y de Fe que el reconocimiento de la necesidad de salvación.

Conocedor de nuestros errores y de los suyos propios, el sumo pontífice hurgó en la herida que la humanidad se ha causado a sí misma: «Nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo».

Pese a las tinieblas que oscurecen nuestros días, la luz de la esperanza es capaz de penetrar personificándose en los individuos de toda profesión y condición que en la adversidad hemos comprendido que eran imprescindibles. Ya nadie podrá volver sus ojos con desdén ante una cajera, una limpiadora, un médico, una enfermera, un agricultor, una transportista o un policía porque cuando todo pase, ellos serán quienes nos habrán salvado. Habrán entregado su sudor, su empeño e incluso su vida para salvar a sus iguales, emulando al Verbo que se hizo carne. En ellos residen los máximos estándares de nobleza, alzándose como el espejo en el que el resto de mortales nos deberíamos mirar. A todos cuantos interceden para librarnos de las garras de esta pandemia, GRACIAS. Ahora seamos todos uno (Juan 17, 21) para salir de la penumbra y adelantemos el amanecer que nos volverá a regar de gozo y un afecto que hoy no nos podemos mostrar.