Nadie diría que seguimos en estado de alarma ni que vestimos el luto nacional después de ver las imágenes de 200 energúmenos abarrotando Benirràs y disfrutando del estruendo de los tambores. Entre dulces aromas a hierbas muy poco aromatizadas, la muchedumbre se agolpó el pasado domingo en esta preciosa cala miquelera para presenciar un hecho insólito: la puesta de Sol. Las normas de confinamiento ya se sabe que sólo van dirigidas a los humildes ciudadanos de a pie que están aguantando con tesón, conteniendo el avance de la pandemia gracias a su esfuerzo y su responsabilidad. En cambio, existen unos iluminados que creen sentir energías muy especiales en cuanto se agitan al son del ruido que provocan los tamborileros (perdónales Raphael), quienes obtienen un jugoso beneficio originado por la venta ambulante. Para estos últimos, el cumplimiento de las leyes no va con ellos porque son entes superiores a los meros mortales que carecemos de su sensibilidad ascética. Esta circunstancia les permite obviar que sufrimos una pandemia mundial o, peor aún, que hace tan sólo 10 años Benirràs ardió en llamas en otro acto de irresponsabilidad mística.

El Ayuntamiento de Sant Joan ya ha previsto cerrar el acceso a la cala, como ha venido haciendo los últimos años. Para ello van a necesitar un gran despliege policial, a fin de evitar nuevas aglomeraciones e incumplimientos. En caso de resultar una medida insuficiente, debería empezar a plantearse y consensuarse con los vecinos el cese de esta fiesta que erosiona este bello rincón del norte, dado que no genera el más mínimo beneficio a los comercios locales de la zona. Es tan sólo un evento insalubre, con funestos precedentes en desgracias y con un elevado nivel de riesgo de propagación del virus que todavía nos acecha.