Sobrasadas. | Toni Planells

La resaca se presentó con cierta saudade y tuve que tirarme al mar. El agua está fría pero limpísima, libre de cremas y aceites que abusan los cetáceos turísticos. La saudade se transformó en morriña y la batucada que atronaba la cabeza cambió a ritmo de dulce calypso. Mientras me secaba al sol y cantaba a lo gran Caruso, llegaron tres invitaciones que muestran la variedad de la Ibiza en invierno. Un brunch en un hotel que pretende estar de moda, yoga y té a la menta en casa de una aspirante a gurú, y la fiesta ancestral de la matanza. No hubo duda alguna y asistí a la tradicional llamada de lo salvaje.

Vicent de Kantaun y los sospechosos habituales estaban ya en plena faena. El porrón de vino payés volaba de mano en mano y calentó mi sangre mejor que cualquier té. Ya dicen los sabios de las religiones que el vino es cristiano, el té, budista, y el café, árabe. En la fe, además del credo y ciertos cocktails sincretistas, existe la carga genética como la cabra siempre tira al monte y, debo reconocer, que el milagro del vino armoniza divinamente con mi naturaleza.

Conocí a la bella matadora, mujer de armas tomar cuyo nombre no me atrevo a publicar por su autoridad con el cuchillo, y enseguida me lancé a un aperitivo más suculento que cualquier cosa llamada brunch. La sobrasada era sencillamente sublime, la tortilla de patata, de fábula, había higos secos que custodiaban la sabiduría pitiusa, buñuelos que rejuvenecían… y siempre el maná inagotable de un vino puro y dionisiaco que permite correr la alegría. En el saber antiguo hay mucha fiesta.