Este fin de semana nos ha dejado el dibujante, Francisco Ibáñez. Nacido en el año de la guerra en una Barcelona en blanco y negro, desde muy joven supo ponerle color a la vida en las páginas de la vieja Bruguera. Creador de los icónicos Mortadelo y Filemón su ingenio y talento le llevaron a crear también series como 13 Rue del Percebe, Rompetechos, Pepe Gotera y Otilio o el botones Sacarino, este último inspirado en su primer empleo como botones en un banco.

Para muchos de los que fuimos niños en el final de la dictadura y la transición, Ibáñez es una figura imprescindible de la cultura popular.

Nuestros recuerdos están ligados a la barba del Profesor Bacterio, el mostacho de «el Súper» o la pobre secretaria Ofelia, que en miles de ocasiones acabó siendo víctima de la ineficacia de aquella organización surrealista llamada T.I.A. (Técnicos de Investigación Aeroterráquea).

El día de ir a la librería a por el nuevo ejemplar de Pulgarcito o el de ir a casa de los amigos a intercambiar una y mil veces los cómics que atesorábamos en enormes cajas de cartón, son momentos imborrables de una infancia que Ibáñez hizo más feliz sin ninguna duda.

Años más tarde tuve el enorme placer de conocerle y entrevistarle en diversas ocasiones. Era un hombre accesible, amable, cariñoso, educado y tremendamente optimista. Su permanente buen humor generaba buen rollo a su alrededor, al tiempo que estaba atento a cualquier pequeño detalle, que pudiera servirle para crear una de sus millones de historias.

Un incansable trabajador que vivía permanentemente frente a su mesa de dibujo y que fue condecorado con la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes y el Premio Princesa de Asturias, aunque siempre dijo que su mejor premio era la cara de felicidad de un niño al abrir uno de sus cómics.

Buen viaje, maestro.