Turistas en el aeropuerto de Ibiza este verano. | Irene Arango

Hasta hace poco, todo aquel que se atrevía a plantear la necesidad de redefinir el modelo turístico y moderar la extenuante presión demográfica que sufrimos era tratado como un peligroso antisistema con planteamientos bolivarianos que nos mandarían a la más absoluta de las quiebras económicas. Afortunadamente, la música ha cambiado.

Políticos y empresarios han entendido que el rumbo de la saturación es insostenible. Si bien es cierto que nuestra economía se basa en la industria turística, es imperativo aplicar mecanismos correctores que frenen la deriva de un destino fatigado. El PP de Ibiza ha empezado a sumarse tímidamente a las tesis que ya sostienen el grueso de sus votantes: no podemos crecer más. Batir récords de visitantes cada verano no está causando una mejora en los bolsillos de los residentes, sino que está mermando significativamente nuestra calidad de vida. Los bolsillos que sí rebosan son pocos, selectos y no tributan en España. El presidente del Consell, Vicent Marí y el conseller de turismo, Jaume Bauzà, se han comprometido a combatir el turismo de excesos. Para ello no bastará con perseguir los alquileres turísticos ilegales, sino que habrá que impulsar incentivos para mejorar la calidad de la oferta y reorientar la estrategia de promoción.

Un buen ejemplo de ello es Sant Antoni. El alcalde Marcos Serra y el concejal de turismo, Miquel Tur, anunciaron la pasada semana que destinarán un millón de euros en ayudas para la reconversión de negocios del West End, que necesita más locales como «El rincón de Pepe» y menos adolescentes semidesnudos vagando en un ebrio balanceo de esquina a esquina. Su concepción de promoción turística pasa por la acción, una decisión loable y un espejo en el que se deben mirar el resto de administraciones.