El 31 de agosto Joan se fue como había venido rumbo a Madrid para terminar sus estudios. Con la misma sonrisa tímida, sus pocas pero siempre acertadas palabras y creo que un poco más periodista de como llegó. O al menos con el bagaje de haber aprendido algunas cosas en una pequeña emisora de radio durante este verano y con el placer de descubrir esta maravillosa profesión tras haber hecho entrevistas, noticias o boletines informativos. Y, sobre todo, aguantando pacientemente los errores de quien les escribe con los botones de la mesa de mezclas, el último al intentar poner la canción de despedida.

No sé cual será el recuerdo que él se llevará de Agus, de Belén, de Juan Carlos o de mí, pero sí sé que Joan tiene un gran futuro por delante y que probablemente la vida nos vuelva a juntar aunque no sea con un micrófono verde de por medio. Han sido muchas las risas, los momentos compartidos en el desayuno, en el estudio, en la redacción o durante el programa intentando encontrar un santo que se llamara como alguien de su familia o recordando la Universidad San Pablo CEU donde ambos estudiamos con dos décadas de diferencia, pero sobre todo, han sido horas trabajando juntos, codo con codo, por intentar sacar adelante cada día un programa que empieza a las 12.20 horas y termina a las 13.50 horas. Y es que Joan no ha sido el becario sino un periodista igual que yo que ha disfrutado y ha pringado como yo.

Su estancia con nosotros también me ha hecho recordar aquellos primeros tiempos en los que soñaba con estar donde estoy ahora. Aquellos primeros días cuando siendo un chiquillo nervioso hice mis primeras prácticas en Radio Nacional en Toledo con una grabadora que pesaba como un demonio y que ahora me resulta imposible explicar como funcionaba, o en Deportes de la Agencia EFE y su director Luis Villarejo, quien me mandó el primer día a cubrir una rueda de prensa del Real Madrid en la ya desaparecida Ciudad Deportiva diciéndome que no volviera sin haber hecho alguna pregunta al que era el entrenador, John Benjamin Toshack, porque desde el primer día en aquella redacción ya ejercía de periodista como el resto. Recuerdo que fueron meses apasionantes en los que aprendí a escribir teletipos con los mejores correctores, donde me enseñaron muchos trucos que aún aplico hoy en mi día a día aunque han pasado casi 25 años o donde descubrí mi pasión por el ciclismo teniendo que picarme cada día la clasificación del Tour de Francia sin que nada fallara.

Pero sobre todo con aquellos veteranos curtidos en mil partidos, varios juegos olímpicos o centenares de pruebas internacionales y un conocimiento casi infinito, aprendí lo importante de abrir los oídos, escuchar y recordar lo más posible porque todo consejo siempre es bienvenido si se da sin intención de sentar cátedra. Por ejemplo, con ellos descubrí que todos somos iguales y que por más que el entrevistado sea más rico económicamente o meta muchos más goles que tú, al final «todos cagamos y meamos igual». O que con respeto, una buena sonrisa y buen rollo se abren muchas más puertas que si vas de borde, no solo en el periodismo sino en la vida en general, y que la educación, el respeto y el autocontrol no se pueden perder nunca cuando entrevistas o charlas con alguien por más que pienses que no lleva razón, te parezca un desagradable o creas que te está mintiendo soberanamente. Y que, sobre todo, nosotros como periodistas no siempre llevamos la razón, que toda noticia hay que intentar confirmarla con el mayor número posible de fuentes, y que la mentira, como en el día a día no tiene cabida.

Lo mismo que en mi trabajo en prácticas en el Gabinete de Comunicación de la Fundación Universitaria San Pablo CEU, cuando mi madre estaba muy contenta porque iba vestido como una persona formal por primera vez en mi vida. Allí coincidí con grandes profesionales como Gloria, Antonio, Aurora, Alessandra, Elvira y sobre todo mi querida Nani, y más allá de acumular momentos que jamás olvidaré en torno a un telefax, los primeros correos electrónicos o cientos de llamadas para confirmar a los medios si asistían a nuestros actos, todos ellos me hicieron parte de lo que soy ahora. Allí entendí lo importante de tratar bien a quien trabaja contigo, sea nuevo o veterano y tenga la edad que tenga, porque al final, por mucho que uno empiece y el otro tenga los dedos curtidos de escribir o de teclear, todos tenemos que echar las mismas horas y si no somos un equipo en el que nos llevemos bien la cosa no funciona. Así de duro, así de sencillo y así de necesario.

En fin, chorradas que uno recuerda cuando sin querer nota que se hace mayor y descubre que quien viene a trabajar contigo en verano casi podría ser tu hijo por edad. Cuando le cuentas anécdotas de cuando eras veinteañero y pone cara de velocidad o cuando le dices con ilusión quien era fulanito o menganito y a él no le suena lo más mínimo. O lo que es peor, cuando eliges una canción en la radio porque piensas que es un temazo que forma parte de la historia y tu compañero no la ha escuchado ni bailado nunca. Eso son cosas que no las podremos cambiar porque los tiempos avanzan que es una barbaridad y porque cuando ellos van nosotros hemos dado varias vueltas quedándonos atrás en muchas cosas, pero tal vez lo que sí podremos hacer por estos jóvenes que empiezan es que entiendan que en el momento en que pisan una redacción y escriben su primera noticia ya dejan de ser becarios para ser uno más dentro de un grupo, y que merecen el mismo respeto que el más veterano de los plumillas. Y más, si le ponen las mismas ganas y tienen el mismo futuro por delante que nuestro querido Joan. ¡Mucha suerte amigo!