La desestacionalización es tan temida como deseada, pero realmente creo que son pocos los que gustarían de doce agostos seguidos. El ataque de nervios estaría garantizado y la paz social se tambalearía. Aún así hay que reconocer que la temporada se alarga cada año y ya son seis meses que nos damos baño de multitudes. El clima y la naturaleza son el atractivo fundamental, a cuyo alrededor gira la potente industria turística con sus diversos satélites que hacen negocio con el ocio. (Los aristos griegos definían negocio como la negación del ocio, pero pronto aprendieron las bondades del lujo y comercio en que eran expertos sus rivales fenicios. Cosas de los intercambios históricos y rapto de mujeres que se han dado siempre entre razas indoeuropeas y semitas).

Pero la temporada continúa por tierra, mar y aire. Esta semana fondeé en las aguas esmeraldinas de Cala Conta, pensando iluso que estaría en espléndido aislamiento. Y así fue hasta la hora del aperitivo, cuando todo empezó a llenarse de charters repletos de pictos y bárbaros color langosta termidor, con su estridente bakalao que destroza la armonía náutica. Arrojé huevos en plan hondero a un par de motos cojoneras acuáticas que afeitaban mi popa a cincuenta nudos, tiré sardinas a un impertinente voyeur que fondeaba a distancia de orinal, estampé filetes empanados en la cara del patrón de una zodiac potencialmente asesina de bañistas y, justo cuando agarraba por el gollete la botella de vino a modo de frasco de fuego, pensé que era demasiado desperdicio y puse rumbo a uno de esos oasis rocosos donde no se atreven a fondear los marineros de agua dulce. Hubo que hacer algo de dieta, pero al fin encontré luxe, calme et volupté.