Catalina Riera, en una imagen de archivo. | Juan A. Torres

Esta mañana luminosa preparo un palo con ginebra, piel de limón de Buscastell, algo de sifón y unas gotas de angostura, y brindo gozoso por la portmanyí Catalina Riera, bravísima campeona de tiro con honda de Baleares. El paso ligero de 93 primaveras ha afinado todavía más su legendaria puntería, y competición a que se presenta, competición que gana. Ignoro si cuenta con algún truco ancestral de la misteriosa Ibosim, si se entretenía derribando a algún milano por el pla de Corona, si ponía en retirada a algún verro impertinente en los festeig, pero me quito el sombrero ante señora tan deportista que desafía el paso de los años y demuestra que quien es realmente joven, lo es para toda la vida.

Algo debe haber de herencia genética. Las Islas Baleares fueron siempre tierra de bravos honderos con puntería terrorífica. Los ejércitos cartagineses sabían de su valor y eran, junto a los elefantes de Aníbal, el arma más temida por Roma. Tras la aniquilación púnica Delenda est Cartago, los honderos baleáricos ingresaron en las filas de las águilas romanas y continuaron rompiendo cabezas enemigas a pedradas. Aunque hay diferencias isleñas. Los mallorquines y menorquines de entonces gustaban de andar en pelota picada (de ahí viene el nombre de Islas Gymnestas) y, al igual que el romántico pirata de Espronceda, tan solo querían por riqueza la belleza sin rival: Antes que del oro gustaban de la carne trémula, y exigían que sus servicios marciales fueran pagados con vino y hermosas mujeres.

Sin embargo las Islas Pitiusas eran por entonces más civilizadas, había abundante buen vino y aceite de fuerza telúrica, los higos eran considerados como los más sabrosos del Mediterráneo y los honderos ibicencos jamás se rindieron. Como Catalina.