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Los primitivos cavernícolas empleaban velas de tuétano de hueso de bisonte o caballo para alumbrar la oscuridad. A menudo se adentraban en las cuevas tras el rastro de un oso hibernando, al que mataban en pleno sueño, y se quedaban en la cueva con abrigo y provisiones para pasar el gélido invierno. Por supuesto que estos animistas eran agradecidos: oraban por el espíritu del animal y pintaban imágenes de las criaturas cazadas y otras a las que deseaban atraer. Tales pinturas, de las que naturalmente bebió Picasso, eran una magia que cumplía la primera divisa: lo similar llama a lo similar.

Ibiza y aún más Formentera están llenas de cuevas y laberintos subterráneos. Y muchas de ellas son habitadas. El reciente descubrimiento de un cuerpo en una cueva cercana a Vila ha sorprendido a los cursis urbanitas con su barniz de civilización (haberlos haylos en nuestras salvajes Pitiusas), que solo pueden imaginar sobrevivir en un piso con aire acondicionado y pagar unos ibis más caros que en Madrid o París. Pero la habitación de cuevas y cavernas ya se daba en Pitiusas antes del boom inmobiliario y sus precios indecentes; es una pasión que no solo cautiva a indigentes, ermitaños o aspirantes a gurú, sino también a acaudalados estrafalarios o naturistas sexuales.

La misma arquitectura ibicenca tiene algo de cueva que se va abriendo con las diferentes habitaciones que las generaciones van abriendo, con muros gruesos para protegerse de fríos y calores, presentando una simbiosis privilegiada entre hombre y tierra. Cuestiones telúricas y medidas sagradas que demasiados arquitectos modernos desprecian por ignorancia. Antes el erotismo de una cueva maternal que un apartamento colmena de chimenea proscrita y aire enlatado.