Existe una eterna rivalidad entre mallorquines e ibicencos, aunque la animadversión que la fundamenta y nace principalmente en Ibiza. Como cada sitio que está a la sombra de otro más poblado, los ibicencos nos revolvemos cada vez que sufrimos un desequilibrio económico o un desplante del Govern. Es cierto que buena parte de nuestros impuestos financian infraestructuras mallorquinas sin utilidad para los ibicencos y que en la gimnesia mayor se preocupan entre poco y nada de nuestras necesidades. Pero no debemos cometer el error de confrontar dos sociedades por los errores de sus políticos. Cerrar la mente a todo lo que suene a mallorquín o catalán no es más que un vicio provocado por los prejuicios y la ignorancia. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Compartimos lengua, tradición e historia. Es inevitable que estas circunstancias hayan hecho mella en nuestra idiosincrasia.

Desde la gastronomía, el folkore o incluso la arquitectura, nuestra esencia mediterránea es un baluarte que deberíamos lucir gozosos en lugar de ahondar en las debilidades del vecino al que somos incapaz de llamar hermano.

La repulsa irracional hacia lo distinto es el principio del fanatismo y el final de la convicencia. Deberíamos esforzarnos en coger perspectiva, trascender y disfrutar de la riqueza cultural que posee nuestro archipiélago.

Por desgracia, en las distintas esferas de poder, encontrar a un ibicenco en Mallorca es un espejismo, lo cual ha llevado a restar credibilidad a cualquier mallorquín que apueste por Ibiza. No salimos de nuestra realidad, ni leemos, ni nos interesa nada más allá del faro des Moscarter. Una enfermedad de difícil remedio que se agrava con cada generación. Que la Navidad nos abra la mente y nos enseñe a disfrutar sin sectarismo.