Un país de burócratas. | Pixabay

La administración pública en España no funciona. Esta evidencia que sufren en sus carnes tanto los inversores como las familias es uno de los peores males de este país. Regulamos por encima de nuestras posibilidades y nuestras necesidades. Este hecho nos ha conducido a tener administraciones lentas y poco eficaces en las que, además, suele gobernar el albedrío administrativo. La seguridad jurídica es un mito sobre el papel eclipsado por la arbitrariedad y las duplicidades. Lo que en un ayuntamiento es válido, es insuficiente en el de al lado. Los representantes electos ya no tienen autonomía ni autoridad, gobiernan los secretarios e interventores. La gestión pública se ha convertido en el arte de llevarte bien con tus técnicos y rendirles pleitesía para esquivar su criterio heterogéneo.

Mariano Juan ya lo intentó con el Reglamento de Simplificación Administrativa y es ahora Marga Prohens la que se propone reducir la burocracia que estrangula los proyectos familiares o empresariales que se diluyen entre documentos irrelevantes, requisitos absurdos y una administración anquilosada. Miles de expedientes se amontonan en los cajones de organismos prescindibles, cuyos informes son vinculantes. Recursos Hídricos, la negligente Comisión Balear de Medioambiente o la Demarcación de Costas son probablemente los agujeros negros en los que se mueve más el interés que los expedientes.    Tienen la capacidad de devorar la paciencia y la ilusión de cualquier incauto que se tope con ellos. El ejecutivo autonómico tiene el deber de depurar las manzanas podridas que todavía infectan estos departamentos y aligerar la carga burocrática de los ciudadanos para evitar la indefensión que reina en la actualidad. Burocratizar no es proteger, ni supone una garantía de nada.