París vuelve a su cauce como aquello que continúa por inercia, porque tampoco le queda otra opción. No obstante, ahora te revisan el bolso cada vez que entras en una tienda, las sirenas retumban en tu cabeza a todas horas y cruzarte con militares o policías tras cada esquina te obliga a cambiar el semblante; no es fácil compartir las calles con metralletas. Además, cada uno tiene sus manías, y yo no volveré a escuchar música en el metro en mucho tiempo. Sé que es una falsa garantía de seguridad pero mi cuerpo me pide que perciba en señal de acecho hasta el último movimiento de mi alrededor. Quiere que se me encoja el corazón cada vez que escuche un ruido con más decibelios de los normales. Como nos ocurre a todos en París desde ese día.

Intentar continuar como si nada hubiera pasado suena sencillo, pero no lo es cuando todos los días existen irregularidades en el transporte público por « avisos de objetos sospechosos»’, cuando las noticias te recuerdan la cara del terrorista que consiguió escapar, cuando ves una maleta desatendida y se encienden todas las alertas posibles dentro de ti. Porque aunque con la perspectiva del tiempo ahora todo parezca un mal sueño, estos deslices continuos te devuelven a la cruda realidad. De golpe y sin avisar. Para recordarte que fue real y que lo sigue siendo.

Y después está esa calle, esa zona que ya nunca volverá a ser una más. Cuando miras la escena donde las velas y flores abundan, donde la vida intenta continuar a regañadientes aunque aún queden cristales rotos por las balas, es inevitable sumergirte en tus pensamientos preguntándote «¿por qué fue aquí?» Parece tan cínico como elegido al azar. Ese bar, esa esquina y esa calle. Y ante ese sinsentido y con esa falta de lógica, sentarte en una terraza supone ahora una vocecita de tu subconsciente diciendo: «¿sabes que también podría ocurrir aquí?”. Seguramente el ambiente de ese viernes fuera como el que estás viviendo ahora y unos segundos después unos locos comenzaron a disparar sin escrúpulos a gente como tú. Así, inevitablemente vuelve ese miedo. Porque se trató de un sitio cualquiera a una hora cualquiera, y es difícil salir a la calle lidiando con eso.

Pero la cosa no queda ahí, no penséis que hemos perdido la guerra o que ya han podido con nosotros. No os engañéis, porque esta psicosis terminará y estas pequeñas escenas cotidianas se quedarán en nada comparadas a la moraleja final. Y es que pase lo que pase y hagan lo que hagan, París seguirá simbolizando en la vida todo lo bueno que ellos nunca tendrán.

Porque París significa perder el tiempo en las terrazas entre amigos y cervezas. Es la rebeldía de la mujer cuando decidió que su falda terminase por encima de sus rodillas. Es poder pisar el paraíso escuchando a tu grupo de música favorito en directo. Es besar a alguien en medio de la calle porque no puedes aguantarte las ganas y quererlo con toda el alma sin importar tu raza, ni la suya. Es reírte de la vida, de los políticos o de la religión, porque la cuestión es reírse, a todas horas. París guarda a Edith Piaf, a Lolita o a Amelie y sus calles incitan a no escoger siempre la decisión adecuada, a enlazar un brindis con otro o a cumplir sueños que en otros lugares no podrías cumplir, como el de ser periodista.

Y ellos no querían atacar a una persona, a un restaurante o a una ciudad. Simplemente querían atentar sobre todas las libertades que tanto envidian. Y si las seguimos llevando a cabo, si no terminamos nunca con esta forma de vida, habremos obtenido la revancha más grande que nunca se podrá imaginar.