Su nombre llevaba cosidas unas alas que le permitieron alzarse en las alturas y ser una precursora de su tiempo. Paloma Gómez Borrero voló hasta la Santa Sede para convertirse en la primera mujer corresponsal del mundo en El Vaticano, un feudo masculino y cerrado, y se convirtió así en una de las primeras periodistas en informar a una España postfranquista de lo que acaecía fuera de nuestras fronteras. Más que Paloma era un ángel y tenía la capacidad de hacerte reír y llorar en un lapso de tiempo de diez minutos enlazando, como solo ella era capaz, dos historias que te erizaban la piel y te secuestraban las lágrimas para verterlas un instante después entre carcajadas.

Recuerdo una cena en la que los clínex volaban mientras nos relataba cómo, en una visita a Jerusalén con Juan Pablo II, una mujer se saltó el cerco de seguridad para correr a sus brazos gritando su nombre. El Papa pidió a sus escoltas que la dejasen abrazarlo y entre sollozos ella le recordó que era una niña que, en su época de soldado en la II Guerra Mundial, él había rescatado. “Tú me dijiste, cuando quería morirme tras perder a mis padres, que debía tener fe y que sería feliz y me consolaste, y hoy al verte, necesitaba darte las gracias por haber dado una razón a mi existencia”, relataba Paloma mientras el paquete de pañuelos de papel corría de mano en mano entre los comensales de la mesa. Nosotros, tus niños, Amalia, Mercedes, Marta, Juan Carlos, Kiko y una servidora, sentimos entonces que nos incrementabas también las razones y la vida con aquel relato. Nunca he conseguido contarlo sin sentir los ojos acuosos.

Paloma era generosa, honesta, impetuosa, profesional, fiel, noble, divertida y abierta. Era una de esas niñas atrapadas en el cuerpo de una mujer a las que cuando mirabas a los ojos veías de verdad y cuya edad se difuminaba en su sonrisa. Cuando te hablaba lo hacía captando toda tu atención, te cogía del brazo y te embelesaba. Ella lo veía todo, lo escuchaba todo y lo percibía todo. Tenía instinto de informadora dentro y fuera de su Olivetti y supo ver antes que yo misma el fuego de un amor que empezaba.

Fue una de esas amistades prestadas que comparten amigas igualmente generosas dispuestas a hacer de tu vida un lugar mejor. La conocí en Roma donde a nosotros, a los que nos apeló entonces ya como sus “niños”, nos abrió las puertas de su casa, nos cocinó, nos llevó a restaurantes mágicos, nos enseñó las tripas de San Pedro y nos descubrió iglesias que nadie visitaba y que eran mucho más ricas en arquitectura, retablos y magia que las que copaban turistas. Con la pena de su marcha he recordado estos días con nuestra “pandilla romana” cómo la hicimos esperar el segundo día por entretenernos como niños tomando un capuchino y lamento mucho no haber cumplido su deseo de casarme por intercesión suya en la que, para mí, y gracias en parte a ella y a aquel grupo de salvadores de mi alma, será siempre la ciudad del amor. Ahora Roma tiene más ángel que nunca.

Conducía como una romana, es decir con prisas y poco tiento, renegaba de las redes sociales y abogaba por el tú a tú, no se quiso jubilar jamás y se fue en silencio, con una enfermedad que no hace más que robarme a gente buena, sin hacer ruido; como las grandes estrellas.

Cuando estudias a una periodista en la carrera y los años te la regalan como maestra y amiga, pierdes con su marcha muchas cosas. Sus consejos magistrales, sus guiños de persona sabia, su ejemplo y su energía.

Periodista durante 50 años, actriz secundaria, escritora de más de una decena de libros, avistadora de fantasmas, mujer de un galán italiano, madre de hijos libres, sabedora de secretos papales, tenía, incluso, un árbol con su nombre en el Parque de la Comunicación de Boiro en La Coruña, el único de España creado por periodistas.

Fue la voz de Santa Teresa y recitaba poemas como nadie, dio la vuelta al mundo una treintena de veces y acompañó a Juan Pablo II, o como ella decía, “al Papa bueno” en sus 104 viajes por más de 160 países.

El número de premios a su profesionalidad es incontable y el de amigos también. Paloma era una de esas personas que no hablaba mal de nadie y por ende de quien nadie emitía crítica alguna; es lo que tienen las buenas personas que son, si cabe, mejores profesionales y los más codiciados amigos.

Este año habíamos fantaseado con disfrutar juntas de la Pasarela Adlib aquí en Ibiza, y lo teníamos todo listo para pasar unos días “en vuestra islita”, como decía ella.

Llevaba una semana llorando este artículo, con sus letras, con la emoción, con este humilde homenaje pegado a las yemas de los dedos para decirte que estoy segura de que vendrás, Paloma… aquí te espero este abril, este mayo o cuando tú quieras. Es lo que tenéis los ángeles, que podéis estar en todas partes. Gracias amiga, vuela alto.