Este sábado se cumplen 25 años de la primera Copa de Europa conquistada por el Fútbol Club Barcelona, una efeméride grabada a fuego en la memoria de todos los culers. Apenas quedaban nueve minutos para que se terminara la prórroga cuando Ronald Koeman disparó un zapatazo imparable al fondo de la portería defendida por el italiano Pagliuca, un cancerbero que de haber llegado a la tanda de penaltis habría entrado en la leyenda negra azulgrana, ya que nadie confiaba en que Zubizarreta fuera capaz de atajar alguna pena máxima. Aquella noche, mientras Vialli, Mancini y Lombardo ponían en aprietos a la defensa del Barça, sobrevolaron sobre el estadio londinense de Wembley todos los fantasmas del barcelonismo: los palos cuadrados de Berna del 61, las semifinales contra el Leeds en el 75, o la final de Sevilla del 86. La afición recordaba perfectamente cómo habían ido a la capital andaluza a recoger la Copa de Europa y habían vuelto a Barcelona maldiciendo a los familiares del portero rumano Duckadam, que se convirtió en mito del Steaua de Bucarest al detener todos los lanzamientos de penalti de los jugadores barcelonistas. Al fin, la suerte sonrió a unos culers que dos años después sucumbieron con estrépito ante el Milan de Capello en una final que los Stoichkov, Romario, Laudrup y compañía afrontaron con la resaca del penalti fallado por Djukic que supuso la consecución de la cuarta liga consecutiva del Dream Team. Y recuerdo todo esto para no tener que mostrar la envidia y la rabia que me da que los aficionados al Real Madrid aspiren a su duodécima ‘orejona’ por culpa de un presidente, Bartomeu, que ha desaprovechado los mejores años del mejor jugador de la historia del fútbol.