Si me permitís emplear un lenguaje feminista en estos tiempos de cabestra corrección política, confesaré: ¡Cuántas veces he regresado sola y borracha a casa!
Y a veces he perdido el camino y he dormido la mona en jardines encantados y camas embrujadas, en corrales, pajares, playas, dunas, barcas… y hasta una vez desperté en la copa de una encina, en maravilloso equilibrio dipsómano mientras unas pajaritas entonaban Las Mañanitas.


Pero que desde un ministerio se aliente a regresar a casa sola y borracha, es algo chocante. Para evitar eso están las amigas, que te quitan las llaves del coche y te acompañan cantando mariachis, que te preparan un caldito o una tostada contundente antes de meterte en la cama, que te arrojan un oportuno cubo de agua fría o incluso te dan alguna pastilla de vitamina B12, que te vigilan mientras la cama se mueve como un balandro en la tormenta y que, tras tanta dulzura y entrega, a la mañana siguiente te cantarán las cuarenta cañones por banda en armonía con los tambores de guerra de la resaca.


Pero es una triste manía esa de beber para emborracharse, propia de hooligans, aunque a veces sea entendible cuando tenemos el corazón roto y nos queremos beber todas las botellas de México al estilo Chavela.


El arte de la copa, la destilación del alcohol, nació en la antigua España con los alquimistas Ramón Llull y Arnau de Vilanova. Alegra el corazón y el gozo por la vida. Si Aristóteles decía que vivir bien es mejor que vivir, yo mantengo que beber bien es mejor que beber.