"No estábamos en ningún callejón oscuro, sino en una plaza iluminada". | Pixabay

Algunas veces ser miope tiene su lado positivo, sobre todo cuando regresas a casa con 16 años y un tipo se te acerca lentamente haciéndose ‘una pajilla’.  No recuerdo su cara, ni siquiera su edad, sé que era alto, moreno y que llevaba ropa oscura. Cris y yo volvíamos de madrugada juntas y al principio creímos que estaba intentando entrar en un coche. Cuando se separó del vehículo y comenzó a andar hacia nosotras lo vi bien y empecé a chillar. Cris se quedó paralizada; quieta, espirando una especie de risa nerviosa y rítmica. Yo solo pude agarrar su mano fuerte y obligarla a correr hasta mi portal, donde cerramos la puerta de una patada una vez que la atravesamos. En ese instante su cara se demudó y empezó a llorar. No lo entendí. ¿En qué momento alguien decide masturbarse en la calle ante dos menores? ¿Qué se les puede pasar por la cabeza o qué placer pueden sentir ese tipo de animales, aterrando a dos niñas?   

Cris y yo habíamos estado trabajando en el Órbita, el bar en el que ella ponía copas mientras yo fingía ayudarla. Eran fiestas de Aranda y se había roto un brazo y el labio, por lo que esos días me colé al otro lado de la barra para llegar hasta donde sus manos no podían, a pesar de que mi desconocimiento del medio era tan fuerte que ponía hielos en las cervezas.

Lo hicimos ‘todo bien’: llevábamos nuestro mono de peñistas de las ‘mariquitas verdes’, una suerte de peto negro que nos confeccionamos nosotras mismas, ancho y negro, con una camisa anudada verde fosforita con lunares oscuros que era de todo menos sexy. No íbamos solas, no habíamos bebido ni consumido ningún tipo de droga y no estábamos en ningún callejón oscuro, sino en una plaza iluminada. Sin embargo, y aunque cumplimos con todas las directrices de seguridad grabadas a fuego por nuestras madres, aquel ser nos descubrió que la evolución no había llegado a todas las casas.   

Noticias relacionadas

Estos días, la vicepresidenta del Parlament Balear, Gloria Santiago, ha vivido una experiencia similar a esta que les relato mientras recorría el Camino de Santiago y me ha hecho recordar aquella mezcla de miedo y de asco que me recorrió por dentro. Ambas tuvimos ‘suerte’ y aquellos cerdos solamente practicaron el onanismo buscando espectadoras, pero otras mujeres de todas las edades, décadas, rangos y lugares han sufrido agresiones directas de otros primates que, creyéndose más valientes que aquellos autómatas, las han atacado, vejado, violado o incluso matado.

El sendero que hemos recorrido desde aquel 1996 hasta hoy es largo. Entonces nos inculcaban que éramos nosotras quienes no debíamos provocar a los chicos, las que teníamos que ser precavidas, no ponernos en situaciones de riesgo y evitar despertar su deseo y lujuria. Hoy tenemos claro que siempre, siempre, siempre somos las víctimas, que la culpa nunca, nunca, nunca es nuestra, aunque la falda sea corta, tengamos dos copas de más y hayamos permitido que el gorila en cuestión pase varias fases.

Hoy no nos avergonzamos de denunciar a los agresores y de gritar al mundo que la culpa no está en las víctimas por pasearse solas y libres, sino en los depravados que no son capaces de controlar sus instintos primarios.

El miedo sigue, pero nosotras hoy somos más valientes, nos rebelamos y nos sacudimos el machismo con fuerza para que las pajillas se las hagan en casa y nos dejen seguir tranquilas nuestro camino.