Vehículo de la cadena RT en la Plaza Roja de Moscú. | GLEB GARANICH - Reuters

Si en enero de 2020 nos dicen que íbamos a vivir el horror de una pandemia como la del COVID-19, no nos lo hubiéramos creído. Si, además, nos hubieran contado que, antes de acabar con el virus, el mundo estaría al borde del abismo de un enfrentamiento nuclear, hubiéramos pensado que nos estaban tomando el pelo. Pero aquí estamos. Y, más allá del terror de la guerra, se están produciendo gestos ante los que ya no somos capaces de protestar. Hemos visto cómo los políticos han tomado la decisión, sin consultar a nadie, de censurar a los medios rusos RT y Sputnik asegurando que son vehículos para la propaganda del Kremlin. Y la gente no solo lo ha aceptado, sino que lo ha aplaudido.

Pocos periodistas españoles han salido a defender la libertad de información, expresión y opinión, consagrada en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Menos aún se han atrevido a decir que así no vamos bien. Pero, claro, el afán censor está ya instaurado en la base de nuestra sociedad desde hace tiempo y nos parece de los más normal. Basta ver cómo actúa, por ejemplo, el Ayuntamiento de Ibiza, dirigido con mano de hierro y guante de terciopelo por el socialista Rafa Ruiz. El alcalde, que desde el Estadio Can Misses animaba el sábado a la UD Ibiza mientras lamentaba en Twitter lo de Ucrania con los correspondientes emojis lastimeros, no se ha dignado aún a darle una entrevista a este periódico. Se pasea por sus medios de cabecera, alegremente sostenidos con dinero público, pero no quiere enfrentarse a lo que le podamos preguntar nosotros. Su gabinete de propaganda directamente ni responde a nuestras peticiones. Y eso es censura. Luego decimos que si Putin.