Amaos unos a otros dice Jesús, como yo os he amado. El Señor después de anunciar su partida resume sus preceptos en uno solo: El Mandamiento Nuevo. La medida del amor cristiano no está en el corazón de Cristo, que entrega su vida en la Cruz por la redención de todos. Esta es la expresión de su última voluntad, la cláusula principal de su testamento. No podemos separar el amor al prójimo del amor a Dios. El Mandamiento supremo de la ley es amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo. Sabemos que Jesucristo que es la misma pureza, la sobriedad, la humildad sin embargo no pone como distintivo para sus seguidores ninguna de estas virtudes, sino la caridad. Cristo, después de tantos siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo. Si no tenemos caridad de nada sirve la vida cristiana. (Cor.13,1-13).

Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde. Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; y si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada; y si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; y si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría. El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, ni se engríe; no es indecoroso, ni egoísta, no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, el amor no pasa nunca. En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor, de estas tres, la más grande es el amor. La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios.

Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es el vínculo de la perfección, y el fundamento de las demás virtudes, a los que anima, inspira y ordena: sin ella, no soy nada y nada me aprovecha. (Cat, de la Iglesia Católica número 388)