La captura del Nuestra Señora de Covadonga. Pintura al óleo de John Cleveley, 1756, National Trust.

El filósofo Voltaire, el mismo que decía preferir ser alegre porque era mejor para la salud, se refería a ellos como «tigres con un poco de razón».

Es probablemente el pirata el símbolo del hombre libre, con la aureola romántica del que se encuentra solo frente al mundo y es contrario al orden establecido, el outsider que goza de lo que rapiña gracias a la ley del mar y del más osado o más fuerte: «Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento, mi única patria la mar».

Daniel Defoe, en su ‘Historia General de los robos y asesinatos de los más feroces Piratas’ nos habla de muchos lobos de mar. Entre los piratas se encontraba toda clase personajes raros, de diferente calaña y condición, pero debían ser grandes navegantes y no pecar de tímidos a la hora de jugarse la vida. Los hubo groseros y sanguinarios, pero también galantes e instruidos, como William Dampier, gran navegante austral, naturalista y cartógrafo.

Su afición al ron, la orgía y el juego estaba de lo más generalizada. Sabedores de que la fortuna podía cambiarles en cualquier momento, en cuanto llegaban a puerto se jugaban el botín conseguido a sangre y fuego a una tirada de dados. Bebían ron como si no hubiera un mañana y las reuniones donde despachaban asuntos de importancia eran iniciadas con un significativo: «Ahora que estamos sobrios…».

El burdel les acompañaba adónde quiera que fueran e incluso llevaban músicos a bordo –todo pirata tenía el derecho de pedir una canción a cualquier hora del día o de la noche que se le antojase— para amenizar las largas esperas por avistar una presa en alta mar.

Pero también los había puritanos, como el galés Roberts, que fue un pirata abstemio, no permitía mujeres a bordo y hacía apagar las luces a las ocho en punto. Philip Gosse, en su ‘Historia de la Piratería’, le llama apóstol de la sobriedad.

UNA REPÚBLICA

El pirata Misson era un virtuoso versado en lógica y humanidades. Rezaba igual antes de las comidas como de las batallas. Liberaba esclavos y enterraba con honras a sus adversarios. Llegó a fundar una república en Madagascar, Libertaria, con bases cristiano-socialistas, sin propiedad individual, donde todo el dinero era guardado en un tesoro común. Construyó dos navíos bautizados como Childhood y Libertad. De él escribió Lord Byron: «Nunca otro hombre más gentil había hundido barco o sesgado cabeza».

Diego Duque de Estrada fue pirata antes que fraile. Luego, en su retiro espiritual, escribió unas memorias en las que describe su esquife, con la tripulación adornada con grandes y coloridos sombreros, como «una jaula grande de papagayos». Cuando entraba al combate disparando los cañones, las naves le parecían «pomposas damas entrando a bailar».

Sir Francis Verney se hizo pirata tanto por amor a la aventura como para escapar de la tiranía de su mujer (hubo varios que devinieron en piratas para escapar de las pesadas cadenas del matrimonio). Benito de Soto, capitán del Burla Negra, era un dandy que dormía con un puñal bajo la almohada y subió al cadalso diciendo al público: «Adiós a todos».

John Hawkins comenzó su actividad como contrabandista asociado al duque de Feria, embajador español en Inglaterra. Luego se hizo un temido pirata. Su discípulo más aventajado fue Francis Drake, al cual la reina Elisabeth nombró caballero en el mismo puente del Golden Hind, mientras los españoles, escandalizados, le llamaban «el supremo ladrón del mundo conocido».

El capitán Kidd salió de Inglaterra como cazador de piratas y volvió para ser ahorcado, con su cuerpo colgando sobre el río Támesis durante años, condenado precisamente por caer en la tentación de volverse pirata. Muchos han buscado sus tesoros escondidos desde el Extremo Oriente al Caribe.
La Edad de Oro de la piratería se da en los siglos XVI y XVII. Su origen data de la bula del Papa Alejandro VI en 1493, cuando por el Tratado de Tordesillas concede a España y Portugal el reparto de las tierras descubiertas y por descubrir, contada a partir de una línea imaginaria levantada cien millas al oeste del archipiélago de Cabo Verde.

Francisco I de Francia protestó ante la Santa Sede exigiendo: «Quisiera ver el testamento de Adán por el que se excluye a mí de esa parte del mundo». Como consecuencia de tal bula, el Caribe se infesta de piratas y corsarios franceses, ingleses y holandeses que asaltan galeones españoles repletos de oro antes de cruzar el tenebroso océano Atlántico al grito de «¡No haya paz más allá de la línea!».

Se dice que con el bucanero vino la degradación colectiva del pirata. La aureola romántica decae en una condición corrupta y cruel. Sembraron el terror y la desolación, destacando los temidos Henry Morgan y El Olonés. Morgan (quien luego sería proclamado gobernador de Jamaica) calzaba cómodamente hasta ocho pistolas en la faja, además de sable y hacha. Edward Teach, más conocido como Barbanegra, se jactaba de haber hecho un pacto con el diablo y se arrojaba al fragor del abordaje con mechas encendidas en el pelo, adquiriendo la imagen de un demonio que no pudo ser derribado hasta sufrir veinte heridas de machete y cinco disparos de pistola…

Los bucaneros eran en principio cazadores de cerdos cimarrones. Los sitios donde secaban y salaban las carnes se llamaban boucans. Se instalaron al oeste de La Española, la actual Haití. Vendían carne ahumada y luego fundaron su base en la isla de la Tortuga. Seguían la máxima «Si no hay presa, no hay paga». Establecían un pago en moneda y esclavos en compensación a los heridos o lisiados que sufrieran pérdidas de miembros en la travesía. Cuanto tomaban, lo dividían proporcionalmente. Una verdadera empresa que cuidaba de sus socios mucho mejor que cualquier seguridad social.

Tras una ofensiva española, los piratas se movieron a Port Royal, en Jamaica. La transformaron posiblemente en la ciudad más rica, viciosa, pecaminosa, juerguista, ludópata y putera del globo terráqueo. Años más tarde fue barrida por un terrible tsunami y volvió a construirse, con un cierto puritanismo (a la caribeña, entiéndase), por el saqueador de Panamá, Henry Morgan, que pasó de temido pirata a gobernador de Jamaica en una metamorfosis digna de Kafka. Los piratas entonces se trasladaron a Bahamas.

La Cofradía de Hermanos de la Costa fue el origen de los filibusteros. Una organización con principios democráticos que pretendían hacer del pirata un hombre libre.

A los ladrones y traidores se les condenaba al ‘Maroon’. Desembarcaban al culpable en una isla desierta con una cantidad mínima de agua, una pistola y suficiente pólvora para suicidarse antes de que llegase el delirio. Algún piadoso camarada también daba algo de ron al condenado, para irse al otro mundo con una sonrisa en los labios.

Hacemos hincapié que los piratas, antes que enterrar sus tesoros, dilapidaban sus ganancias a los dados, en bebida y en mujeres. Lo cual sin duda es mucho más divertido que invertir en bolsa. Pero los hubo también que se retiraron millonarios, cubrieron su pasado con cierto misterio y alcanzaron notoriedad social por sus labores filántropas.

MUJERES PIRATA: LAS TIGRESAS DEL MAR

Anne Bonney era una irlandesa de Cork que quitó la vida a su doncella inglesa con un cuchillo de mesa. Luego se enamoró del capitán pirata John Rackham y marchó en su barco disfrazada de marinero. Con el tiempo se les sumó Mary Read, hija de una joven y alegre viuda, que había vivido mil aventuras, llegando a formar parte de un batallón de infantería de Flandes.

Por un tiempo fueron afortunadas en sus combates y noches de amor. Hasta que su barco fue capturado. Ellas lucharon más que cualquier hombre (la mayoría estaban borrachos como cubas) en su último combate. Cuando Rackham iba a ser ejecutado, Anne Boney le dijo que si hubiera peleado como un hombre no tendría que morir ahorcado como un perro.

En las crónicas piráticas se menciona la sorpresa general al descubrir el sexo femenino de muchos piratas a la hora de ser ajusticiados.

Pero la más famosa y poderosa tigresa del mar fue Madame Ching, una viuda inconsolable hasta que tomó el mando de una escuadra pirata en el mar de la China. Tan inteligente como supersticiosa, regaba sus buques con agua de ajo para protegerlos de los proyectiles. En los momentos de descanso fumaban opio y jugaban a las cartas. Tuvo en jaque al gobierno chino durante años y al final terminó sus días (logró el perdón del gobierno a cambio de su retiro, cosas de la política práctica china) confortablemente a la cabeza de una formidable banda de contrabandistas.

También en China destacó otra viuda de un pirata. Hon-Cho-Lo mandaba una flota de sesenta juncos, saqueaba pueblos y se llevaba a las muchachas para venderlas. Alcanzó el grado de coronel durante una revolución.

La belleza a menudo es cruel, pero estas mujeres se pusieron el mundo por montera y mandaron con crueldad y sutileza en las más duras circunstancias, contra viento y marea, haciéndose respetar por canallas muy duros. ¿Sexo débil? Eso queda para eunucos sentimentales. Los románticos siempre han sabido que el carácter abre las puertas del destino.