El primer día de una vida ¿diferente? | José Ramón Ponce

Como un sube y baja. Así fue la mañana en el corazón de Ibiza. Empezó fuerte, en Jesús, con bastante tráfico y la gente llamando a las puertas de una lotería que, en realidad, sólo estaba abierta como papalería. El rumano Cosmin estaba en Croisaant Chic y había cuatro mesas ocupadas en Bon Lloc, donde Juan Antonio Noguera tenía «muchas ganas de salir, tomar algo y ver a los amigos y a la familia».

Ya en la localidad de Santa Eulària, junto al puerto deportivo, en el bar El Puntal, Daniel Juan estaba tan contento con su caña con tapa de chistorra de regalo. Era la primera después del confinamiento y le sabía «muy bien». Según dijo, además, se sentía contento de «colaborar», ya que era su lugar de confianza.

En la calle Sant Jaume, la arteria principal del pueblo, algunos comercios estaban cerrados, otros andaban terminando de preparar todo a contrarreloj y el resto ya había abierto. Eso sí, de nuevo el pasar de los coches era incesante comparado con los recuerdos recientes. En el bar Cas Forner, Sonia Martínez se estaba tomando un café con leche y dos pastelitos árabes.

Una vez llegados a la plaza España, se notaba el movimiento en los bares. En el bar Cosmi, el holandés Arnold Aijkens –20 años en España, pero el primero en Ibiza– «por fin» se había bebido la primera caña. Finalmente fueron dos, y después pidió un bocadillo y un café. También holandeses, Aartje Rouwemorst y Gerry Piellat se estaban viendo por primera vez en ocho semanas. Pensaron «un cafelito en el Cosmi» y eso hicieron. Al otro lado de la carretera, José Rodríguez, en el bar Royalty, dijo que «anima un poco el espíritu ver que poco a poco volvemos a la normalidad» mientras se tomaba un cortado. En el medio de la plaza, un señor con síntomas de embiraguez tenía que ser atendido por el 061.

A media mañana, en Sant Joan, el panorama era bien distinto. A tenor de lo que dijo la italiana Radha Magri, en Om Sweet Home (El horno de los sabores), era el único abierto en el pueblo debido a que lo tenían más fácil por ser familia quienes allí trabajaban. Según explicó, para el resto era más complicado contratar personal, puesto que este pueblo básicamente vive del turismo y, al menos ayer, había poco. Tan sólo una mesa con dos hombres alemanes y una mujer polaca. Un poco más arriba, en la plaza principal, los bares estaban, efectivamente, cerrados, pero un grupo de personas tomaba unas cervezas en vaso de plástico junto al estanco.

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Al llegar a Santa Gertrudis, ya era la hora de comer. Allí sí que había una buena multitud repartida en los tres bares de la plaza de la Iglesia. Así, en el bar Es Cantó, Toni Torres y Lucca Mazzolari departían amigablemente. El ibicenco llevaba ya dos cervezas y se sentía contento de «volver a ver a la gente», aunque también un poco «raro», con la cabeza «como englobada». A su lado, el italiano se estaba tomando un licor de hierbas, ya que la cerveza le daba dolor de barriga y el vino lo emborrachaba, o eso dijo.

En otra mesa, Cristina Torres y su novio, el barcelonés David Arsona, estaban «a gusto de volver, poco a poco, a la normalidad», según dijo ella, quien estaba aprovechando para ir a los bares que solía frecuentar antes del estado de emergencia. Arsona, de acuerdo con su pareja, añadió que «se echaba de menos esto», así como que pareciera que ya se hubiera acabado el confinamiento, dada la cantidad de personas allí congregadas.

Enfrente, en el bar Ulivans, la camarera María Roig estaba «contenta» de recibir a tanta gente, si bien dijo creer que esto será cosa de 15 días «y luego ya veremos». Muchos de los clientes eran extranjeros atraídos por el Morna International College. Por ejemplo, los londinenses Karen Karon, Joanna Mills y Charlie Chester.

A su lado, el bar Costa con varias mesas completas. Mucha gente ardía en deseos de volver a probar «los mejores bocadillos de la isla», en palabras del italiano Paolo Sandionige, quien dijo que, al vivir en San Mateo, no había «notado tanto» el confinamiento.

Hay que resaltar, finalmente, que en casi todos los lugares los trabajadores llevaban mascarilla y muchos de ellos, guantes. No sucedía lo mismo con los clientes, si bien la distancia entre las mesas parecía adecuada.