En el West End este año es habitual ver calles vacías y prácticamente sin nadie. | Toni P.

La noche del sábado 18 de julio transcurrió con total tranquilidad en el West End. Una frase que fuera del contexto de la ‘nueva normalidad’ solo se entendería desde la ironía.

Pero lo cierto es que antes de la medianoche de este pasado sábado, esta calle normalmente atestada de una muchedumbre asalvajada se encontraba en penumbra y calma. Apenas unos locales de comida rápida, algún supermercado nocturno y tres locales que cuentan con licencia de restaurante mantienen alguna luz encendida. Pero hay vida.

Los vecinos pasean al perro, sacan la basura o, simplemente, deambulan por esta calle para combatir el calor de estas fechas. Se cruzan con algunos grupos de turistas; son jóvenes y no demasiado numerosos, todos llevan mascarillas, algunos incluso la llevan puesta. Se concentran en esos tres locales que cuentan con terraza. Con los niveles etílicos razonables a estas horas de estas fechas a estas edades, Luca y John, dos británicos de 21 y 23 años respectivamente, se quejan de que está todo demasiado aburrido: «too quiet, too quiet» repiten antes de reconocer que entienden que no haya el desfase habitual y que, de ser así, no les hubiera parecido seguro. Mientras, dos de sus amigas se montan la fiesta por su cuenta con la música de su teléfono movil bailando y cantando mientras van de un local al otro que está abierto. El tercero ya está recogiendo las mesas.

Hay algunos corrillos de personas en las penumbras del West. No son turistas, tampoco parece que están de fiesta. Uno de ellos nos pregunta si aceptaríamos su currículum para dárselo a quien pudiera ayudarle ya que es camarero y no tiene trabajo. Massamba tampoco tiene trabajo. El joven africano, que lleva dos años en Ibiza, afirma ser actor aunque ahora se ofrece para trabajar en la obra. Los dos están charlando con Jorge, viene de Barcelona y desde el año pasado regenta el bar Soho en pleno West End. Hoy el Soho permanece con la persiana bajada a la espera de que cambien un poco las cosas o, al menos, las restricciones que impiden que sus clientes pudieran acceder al interior de su negocio, que no tiene terraza. Jorge tiene claro que este año difícilmente cubra gastos y da gracias que él se vuelve a Barcelona este invierno, donde tiene la oportunidad de seguir trabajando, a la vez que lamenta la situación en la que se quedará quién no tiene estos recursos.

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Vicent Ribes es un vecino de Sant Antoni de toda la vida. Ya hace mucho que pasó la medianoche y pasea tranquilamente por delante de la persiana bajada del Koppas para escapar del calor. Entiende las repercusiones económicas que esto provoca, pero se siente agradecido por la tranquilidad y la ausencia de orín en cada esquina.

Platja d’en Bossa
En Platja d’en Bossa, la fiesta también se reparte entre los pocos locales que se han aventurado a abrir puertas. Dos clásicos de la zona mantienen un ambiente concurrido. Una patrulla de la Policía Local de Sant Josep, desbordada ante la proliferación de fiestas ilegales en casas particulares de su municipio, controla que uno de ellos no acabe desbordado hasta la acera.

Otro local clásico de esta zona que mantiene sus puertas abierta es el Bora-Bora, donde la poca afluencia de gente permitía un distanciamiento adecuado. No así en los metros de arena que hay entre este local y el mar. Allí, entre los montones de hamacas, se congrega cerca de un centenar de jóvenes con sus bolsas de alcohol y vasos de plástico en pleno botellón. Cada grupo va a la suya y a cierta distancia entre grupo y grupo, que no entre los integrantes de los mismos. La presencia de mascarillas es casi anecdótica hasta que una pareja de la Guardia Civil hace una ronda de control en esta zona.

Más allá de este punto de la carretera de Platja d’en Bossa, el silencio se ha apoderado del ‘glamour’ que caracterizaba esta zona. Ahora no son empleados de seguridad sobredimensionados quienes impiden el paso a los espacios más exclusivos, son tapias de madera. Un graffiti en la zona reza: ‘Welcome to reality’