La intensa vida de Neus Riera Balanzat ha centrado el Bona Nit Pitiüses Entrevistes de la TEF de esta semana con Toni Ruiz.

—Háblenos de su libro ‘Evocacions. Dies feliços a la Mola’, unos recuerdos que usted quería trasladar a sus nietas.
—Cuando estaba a punto de nacer mi primera nieta, un día comiendo con amigos y al ser la primera que iba a tener nietos, les dije que cuando la niña fuera mayor, no podría conocer el mundo que nosotros habíamos conocido y consideré que alguien debería escribir sobre ello. Todos me dijeron que yo era la indicada y así empecé. Cada verano me preguntaban cómo iba el libro. Tardé mucho porque no siempre se puede escribir de manera rápida y, en ocasiones, suceden cosas. Además, la salud también cuenta, así como mi trabajo de profesora. La prueba es que comencé pensando en una nieta y terminé con seis. Creo que es un buen libro para que lo lean ellas y la otra gente.

—Está escrito desde finales de los años 90 hasta comienzos de este siglo y explica las historias del Pilar de la Mola, pero también la suya.
—Es que una debe saber de dónde viene para ver al lugar al que se llega.

—Describe en uno de los capítulos una Formentera del año 1956 que sería sensacional.
—Sí, era como Ibiza, pero diferente. Nosotros íbamos en bicicleta y no nos cruzábamos con ninguna moto o autobús. Éramos los amos de la carretera y eso que éramos cuatro personas en bicicleta por Formentera. Es Pujols, hasta que tuve unos 17 años, era una zona virgen. En Cala Saona existía un incipiente hostal. Sé que existía porque mi tía me peinaba allí las trenzas, que todavía yo no había hecho ni la Comunión. En Sant Francesc no había luz eléctrica. Había el ‘petromax’ en los bares y en el comedor de Can Platé y después en cada habitación se usaba una vela. Era idílico. En Es Caló no había ni la mitad de barcas que hay ahora. Recuerdo que era mayo y me di un baño y estábamos solos. Bueno, no tiene nada que ver.

—Señala también que nació en plena posguerra y que se crió en una familia con estricta moral católica y franquista. En su libro, también señala que el destino de la mujer era ser el reposo del guerrero.
—Por suerte, me espabilé. Por circunstancias de la vida mi matrimonio no fue nada bien y yo tenía que hacer alguna cosa. Mi tío Ramón Balanzat, que hace poco falleció, me animó a estudiar porque siempre me había gustado. Me preguntó que por qué no hacía COU, porque lo había dejado justo antes, y a mí me pareció raro porque era una mujer casada. Él me recordó que mis primos iban a ir al instituto. Al principio, pensé que tendría que estudiar matemática moderna y que yo no quería saber nada del tema, pero mi tío me dijo que, como era el primer año, nadie iba a saber nada sobre matemática moderna. Recorrí un par de calles de Ibiza y ya decidí que era lo quería hacer. Sabía que esto me cambiaría la vida y que, si me quería separar, no podía volver a depender de mis padres. Ellos querían ayudarme y me habrían podido poner una boutique o algo, pero yo no quería. Me gustaba estudiar y es lo que hice.

—Y terminó siendo una ‘hippie’.
—Porque en aquella época en Ibiza había muchos. Era algo muy familiar para nosotros y los hippies me daban mucha envidia porque les veía libres y yo me sentía muy atada, con toda aquella educación y un marido de la época. Durante unos años viví en Palma y recuerdo una vez que estaba con mi madre en el dentista. Allí vimos una revista sobre Ibiza y los hippies y le dije a mi madre que era lo que me gustaría ser. Ella me dijo que estaba loca, aunque es lo que acabé siendo, pero tampoco lo busqué. Las cosas vienen en la vida sin buscarlas.

—Pero es que usted fue una ‘hippie’ de la Mola, que esto ya era otro nivel.
—Primero, en aquella época no nos considerábamos hippies, aunque los otros sí y nos llamaban peluts. Éramos hippies y todo lo que se quiera, pero es que lo que nos atraía era otra forma de vivir. No teníamos en cuenta el dinero; no sabíamos nunca de qué familia se procedía o a qué se dedicaba uno. Era muy feo preguntar por el trabajo o a qué familia se pertenecía. Cuando llegué allí e hice estas preguntas sin pensar porque era lo normal, me dijeron que cómo me atrevía. La verdad es que no volví a hacerlo. Todos nos aceptábamos, todos convivíamos.

—La llegada de esta gente a una zona como la Mola, donde había payesas que nunca habían bajado a Sant Francesc, siempre he pensado que debe ser lo más parecido a una invasión alienígena.
—Nunca lo había pensado así. Sólo sé que tampoco había demasiado contacto. Los fines de semana, cuando los payeses iban al bar Toni sobre todo a jugar a las cartas, nos saludábamos todos, nos conocíamos todos, pero mucho contacto no había. Yo tenía contacto con ‘na Maria d´en Hilario’, la madre de Bartolo, porque en aquella época yo quería escribir un libro sobre las mujeres payesas y quería hacer entrevistas. Si nos veían como alienígenas, no lo sé, pero tampoco se metían con nosotros y nosotros con ellos, aunque a veces unos y otros se necesitaban mutuamente para algunos trabajos y los payeses nos contrataban.

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—La llegada del turismo también implicó dejar atrás una manera de vivir que ahora se está recuperando en el campo con más o menos fortuna, aunque se había casi abandonado. La Mola puede ser un pequeño reducto donde persiste esa forma de vida.
—Sí, un pequeño reducto que sobrevive un poco, pero ha cambiado mucho. Posiblemente no tanto como abajo, pero ha cambiado mucho. Creo que hay una buena convivencia, una buena comunidad de vecinos, tanto payeses como no que nos entendemos. La gente joven, como todos tienen coche, se van de la Mola y, sin embargo, nosotros nunca bajábamos ni para celebrar fiestas ya que las hacíamos en el bar Toni, que era como nuestra segunda casa. Quería hacer una novela en la que el protagonista fuera Can Toni, sus paredes, y después hablar de los personajes. Igual algún día retomo esta idea. Si había una fiesta, la verdad es que íbamos a comprar vino siempre a Can Toni. Cuando se terminaba, volvíamos a buscar más. Estaba abierto hasta tarde e incluso alguna vez abría toda la noche y era quien nos suministraba el vino. No había luz en aquella época, así que no había neveras y la cerveza estaba caliente, por lo que todos bebíamos vino.

—En Formentera, se encontró después con un señor belga que, se puede decir, le cambió la vida.
—Sí. Como mi matrimonio era un desastre, me quería separar, porque no había divorcio en aquella época. La Iglesia te daba permiso para separarte de tu marido, pero debías pasar por un tribunal eclesiástico que, por cierto, me ofreció la anulación del matrimonio. Yo les pregunté cómo era posible si tenía tres hijas y salí más enfadada de allí. Lo encontré deshonesto, que una mujer con tres hijas dijera que se había casado por obligación, tal como me sugirieron, porque no era verdad. Me separé y, al poco tiempo, e imagino que porque tenía una falta fuerte de amor, conocí en casa de mi amiga Cati Verdera a unos belgas y, entre ellos, estaba Gilbert y ya hace muchos años de eso. Cuando le conocí, era pintor en la Mola, tenía una hija -Isabel- y era un hippy. Casi no hablaba español y conmigo, como había aprendido francés en la Alianza Francesa, nos entendimos, nos enamoramos y hasta hoy, formando una familia unida.

—¿Qué dijo su entorno sobre eso de enamorarse de un artista extranjero y ‘pelut’?
—Primero hay compañeros del instituto que me dejaron de saludar porque me separé y, además, me fui a vivir con un pelut, así que lo vieron todo fatal. Mi padre, no me desheredó porque no tocaba. Yo nunca le oculté nada y le fui a explicar que me iba a vivir con mi pareja. Mi padre me recomendó que no lo hiciera, porque era una mujer y la Justicia me podía quitar a mis hijas y era verdad. Estuve algunos años sin ir a casa de mis padres porque no querían que Gilbert subiera. En aquella época, además, se casaron muchos primos y, como a mi pareja no la invitaban, yo no iba tampoco a las bodas. Poco a poco fue pasando y, por suerte para mí, he tenido unas espaldas anchas y no he hecho caso de las cosas. Si hubiera tenido que pensar en aquello que dice la gente, hubiera sido la más infeliz del mundo.

—Usted es feminista.
—Y tanto, he luchado mucho para llegar aquí y no me ha sido fácil. Debo decir además que mi padre, a pesar de que estaba enfadado, nunca dejó de ayudarme y mi madre tampoco, por descontado. Mi abuela materna dijo una palabra muy bonita que se está perdiendo. Cuando se supo que yo estaba con Gilbert y mi madre lloraba, le dijo ‘María, debemos aceptar lo que Dios nos envía’ y afirmó que ella quería conocer la amistansat mía, por lo que vinieron las dos a Sant Rafael, donde vivíamos. En aquel momento, mi madre ya cambió y mi padre, que tuvo después unas operaciones de los ojos y le visitamos en una clínica de Barcelona, ya le aceptó y después estuvo encantado con Gilbert.

—¿Y sus hijas qué decían?
—Eran muy pequeñas y supongo que les debió costar un poco, pero no demasiado porque también estaba Isabel, la hija de Gilbert, aunque ya hace años que nos consideramos todos hijos de todos. Mis hijas añoraban a su padre, pero lo aceptaron. Iban cada 15 días a ver a su padre y cogían el avión. Yo trabajaba en la Universidad, en Palma, y una de las condiciones que me puso mi ex para no luchar por la custodia fue que viniera a Ibiza y que dejara mi trabajo en la Universidad como profesora. ¡Mira cómo estaban las cosas!. Soy feminista por mi vida, pero también, a través de Mariano Planells, el periodista, conocí a Leonor Taboada, una de las primeras feministas y tuve muchas charlas con ella, lo que me abrió los ojos y la mente. Poco a poco, vas haciendo camino.

—Siempre el Pilar de la Mola ha sido su referente.
—Sí, porque no me gusta que me digan que voy allí de vacaciones. Me siento mucho de la Mola y es parte de mi vida. Yo, durante tres meses al año, vivo allí y participo con Miquel de Can Toni, Xavi o Dolors, en las fiestas del pueblo o en la organización de cosas. Me considero del pueblo y no me gusta que me digan que voy allí de vacaciones.

—¿Y por qué le atraían tanto las fiestas de Sant Joan allí?
—Porque en Ibiza siempre se habían celebrado los fuegos de Sant Joan. Las calles de Sa Penya y Dalt Vila se adornaban con banderines y se hacían fuegos que casi tocaban las paredes, los balcones. Los niños, en aquella época, hacían fuegos infantiles con cuatro cajas de fruta o alguna silla. Los encendíamos por la tarde porque por la noche teníamos que ir a ver los fuegos importantes. Se tiraban también petardos y hacíamos muchas cosas. Cuando viví en Mallorca ya lo añoraba porque tampoco se celebraba esa fiesta y en la Mola me daba mucha pena perderme los fuegos de Sant Joan que sí se hacían en Ibiza. Por eso, un día propuse a Miquel organizar los fuegos y así comenzó la fiesta. Durante muchos años fue una fiesta maravillosa y muy buena. Hacíamos cosas para los niños, concursos de redacción o carreras de sacos. Animábamos el pueblo y llevé incluso alguna compañía de teatro. Empezamos y ahora nosotros lo dejamos porque siempre hay que dejar paso a la gente joven y se ha despistado un poco la cosa, por lo que ya no voy porque me da mucha pena.

—No sólo había fiesta, también se trabajaba y hubo una evolución.
—Lo que pasaba era que nosotros vivíamos allí en una casa y llegó un momento en que Gilbert tuvo que pensar en ganarse mejor la vida porque la pintura se vendía, pero poco. Siempre había pensado en abrir una escuela de verano de litografía y grabado porque él sabía del tema. Tuvimos la oportunidad de abrir un estudio sobre la casa, donde puso el taller. Compró una máquina de litografía del siglo XIX e hicimos cuatro habitaciones separadas de la casa, con una cocina exterior y un baño para los estudiantes que venían de fuera. Vinieron de Colombia, de Francia o de Bélgica, mucha variedad. Él daba clases durante el verano junto a otro amigo, también belga. El taller estaba siempre abierto y ello fue importante en Formentera porque mucha gente venía a ver el taller, también turistas que pasaban por ahí. Un día vinieron unos jóvenes a ver el taller y compraron una litografía de Gilbert y después, Mariví, que trabajaba como bedel en la escuela de artes fue a visitar a su hermano, en el norte de España, y se encontró con el grabado de Gilbert. A raíz del Taller Blau vino más gente a la Mola y organizamos después la feria, el mercado artesanal.

—Conoció a ‘Gabrielet’, sobre quien se escuchan muchas leyendas.
—Era todo un personaje. Atacaba o se metía mucho con los payeses, aunque eran muy amigos. Con el cura, cada día se veían y se insultaban y se decían de todo, pero eran amigos. Esto no es leyenda, pero mucha gente comía porque él hacía una comida común a la que podía ir cualquier persona que quisiera. Era una persona muy generosa y nadie pasaba hambre si era su amigo. Que era capaz de cocinar una paella y poner un zapato encima, es verdad. A él no le gustaba comer solo y siempre invitaba a gente para estar acompañado. Cuando empezamos con la feria, cada domingo nos cocinaba una paella.