El Evangelio nos habla del joven rico. Aquel joven que, arrodillado ante el Señor, le pregunta qué debo hacer para conseguir la vida eterna. La respuesta de Jesús es: “Si quieres alcanzar la vida eterna, cumple los mandamientos”. “Maestro, los he cumplido desde mi adolescencia”.

El Señor sabe que en el corazón de aquel joven hay un fondo de generosidad, de entrega. Por eso le mira complacido, le mira con amor. Nuestro Señor Jesucristo no ha venido a abolir la ley, sino a darle plenitud. “¡Maestro bueno!”, le llama el joven a Jesús. “El Señor es bueno, no como lo es un hombre bueno, sino por ser Dios, que es la bondad misma, la bondad infinita. Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo, luego ven y sígueme”. Ante estas palabras, aquel joven se entristeció, pues tenía muchos bienes. Las riquezas pueden seducir tanto a quienes ya disponen de ellas como a quienes desean ardientemente disponer. El apego indebido a las riquezas es lo que hace que se conviertan en ocasión de pecado. “No podéis servir a Dios y al dinero”. No poner nuestra confianza en las riquezas supone que el que tiene bienes en este mundo ha de emplearlos en ayudar a los más necesitados. Ello exige mucha generosidad y amor a Dios.

Podemos preguntarnos, en el caso de tener muchas o pocas riquezas, ¿estamos dispuestos a sostener con nuestro dinero, las obras y las empresas organizadas a favor de los pobres? “Todo cuando hicisteis con estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”, dirá el Señor.

Jesús, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.