Fue durante la legislatura del primer Pacto de Progreso (1999-2003) cuando la entonces consellera de Medio Ambiente, Margalida Rosselló, de Els Verds de Mallorca, y su compañero de militancia en el mismo partido pero en Ibiza, Joan Buades, plantearon las bases del debate sobre el límite del número de turistas que llegan anualmente a Baleares. Las críticas que desde la derecha recibieron no fueron nada comparadas con las que les infringió la izquierda. Más todavía: fueron sus aliados y sin embargo enemigos –PSOE, PSM e Izquierda Unida– quienes machacaron todo lo que pudieron y más a los dos ecologistas, erosionándoles anímicamente hasta el límite. Todavía hoy algunos de los miembros del actual tercer Pacto de Progreso dicen pestes de ambos. Este recuerdo histórico permite entender hasta qué punto es inimaginable que el límite turístico pueda ni siquiera plantearse como opción política teórica entre los dirigentes del PSOE y PSM- Més. Sobre la posibilidad de que pudiera llevarse a cabo en la práctica, mejor ni hablar. Existe una alternativa. Aumentar los precios no sólo de las tarifas hosteleras sino de todo el uso turístico: del coste del litro de agua y del kilovatio que a establecimientos hosteleros van a parar, de la ecotasa, de los gravámenes del negocio de los coches de alquiler… Amén de establecer números clausus en todo espacio natural que no esté expresamente acotado para su uso masivo, entre otras medidas. Pronto bajaría el número de visitantes, cayendo por la parte de los que tuvieran menos capacidad de gasto. Tendríamos menos turistas pero gastarían mucho más, cambiaríamos el modelo, sería más eficiente socialmente y con futuro. ¿Tan fácil? No, más que difícil, imposible.