Hasta las dos crisis del petróleo en los setenta, subsidios, servicios, subvenciones, impuestos e intervencionismo desbocado crecieron sin control en Europa: mientras en 1940 el «gasto social» en Alemania era de un 18.7 por ciento del total estatal, en 1990 era ya del 41; en Francia, pasó del 12 al 39 y en el Reino Unido del 17.5 al 32 por ciento; la situación no ha cambiado sustancialmente y no es de extrañar que el llamado Estado del Bienestar se vea cada vez más cuestionado por quienes constatan que su mantenimiento únicamente puede financiarse mediante déficits públicos cada vez más voluminosos teniendo en cuenta que los recursos son limitados pero las necesidades ilimitadas.

La expresión «Estado de Bienestar» (»Welfare State» en inglés) apareció por primera vez en 1942 en un documento denominado «Informe Beveridge». Consiste, básicamente, en convertir al Estado en proveedor de dinero, bienes y servicios al mayor número de personas de forma indiscriminada y con independencia de las necesidades individuales: subvenciones a empresas y sectores generalmente improductivos, tarifas reducidas, exenciones fiscales y un ramillete de prestaciones sociales que va de la sanidad a la educación pasando por otros muchos sectores; de esta forma, afecta a la vida cotidiana de tantas personas que casi tiene garantizada una mayoría electoral. Lo explicó George Bernard Shaw cuando escribió que «el Gobierno que roba a Peter para pagar a Paul siempre podrá confiar en el apoyo incondicional de Paul». Ese modelo de organización social inédito se fue afianzando sin generar en la práctica dudas ni ser cuestionado y consiguió hacer al ciudadano dependiente del Estado; su órgano ejecutor fue y es una burocracia sobredimensionada y costosa que pasa por benefactora pero que, en realidad, impone la dictadura férrea del bienestar anestésico con su secuela de corrección política y relativismo moral.

En su origen, se trataba de cubrir necesidades mínimas de las capas más desfavorecidas de la población, pero la propia dinámica de las prestaciones sociales, su lógica interna, ha ido evolucionando hacia la exigencia de cobertura de necesidades máximas, desde las operaciones de cambio de sexo hasta las más banales de cirugía estética; todo ello combinado con el despropósito que supone poner al alcance del recién inmigrado la totalidad de prestaciones médicas, educativas, de desempleo, de vivienda y demás de que disfrutan quienes han contribuido con sus impuestos a financiarlas. Lo explicó Milton Friedman: «Se puede tener Estado de bienestar o fronteras abiertas, pero no ambas cosas».

Como casi todos los experimentos de ingeniería social, ha generado efectos contrarios a los deseados. En primer lugar, el encanallamiento de muchos sectores de la población y el florecimiento de la corrupción. Así, por ejemplo, en muchos países, mucho más rentable que trabajar resulta estar «parado», recibir un subsidio y pasar a la llamada economía sumergida, cuyo volumen desmesurado explicaría que no se hayan producido disturbios sociales devastadores en plena crisis. Cuando un operario búlgaro que gana 600 euros al mes descubre que trasladándose a Alemania percibirá el doble sólo por ser el padre de cuatro hijos no lo duda un momento y hace bien en elegir un país poblado por gente tan peculiar que está dispuesta a subvencionar la existencia de cientos de miles de extranjeros con el sudor de su frente y el dinero de los impuestos que paga. Pero hay más: la invalidez fingida, las jubilaciones anticipadas injustificadas, el uso indebido de las subvenciones, la multiplicación de bajas por enfermedades ficticias etc.

Las debilidades estructurales inherentes a tal proyecto buenista son, en primer lugar, las derivadas de una demografía cada vez más gravosa para las arcas públicas. Además, al socavarse las bases culturales y morales de una sociedad sana, la población se acostumbra a esperarlo todo del Estado sin considerarse obligado a ninguna contraprestación. En «Mediocridad o Delirio», Hans Magnus Enzensberger lo ha descrito así: «Hoy se alzan frente al Estado numerosísimas agrupaciones y minorías de todo tipo; no sólo las viejas organizaciones como las sindicales, religiosas o mediáticas, sino también las deportivas, hoy muy estructuradas, las de homosexuales, las de traficantes de armas, las de automovilistas, las de los discapacitados, las de la tercera edad, las de objetores fiscales, las de divorciados, las de ecologistas etc. Todos ellos están en condiciones de constituir diez mil instancias de poder en nuestra sociedad.»

En «La Riqueza de las Naciones», Adam Smith afirmó que «para conducir a un Estado del más bajo grado de barbarie al más alto grado de opulencia se necesita poco más que paz, impuestos moderados y una administración de justicia tolerable: del resto se encarga el curso natural de los acontecimientos». El Estado del Bienestar es la antítesis y, como señala el biólogo inglés Richard Dawkins en el prefacio de su obra «El gen egoísta»: «es algo muy poco natural».