Hace unos años publiqué en un periódico un artículo titulado como el que hoy me ocupa. Releyéndolo, me he percatado de que prácticamente todo lo que entonces me disgustaba sigue disgustándome (el premio Nobel de literatura, el sentimiento fallero, el alpinismo, el ciclismo en general y el urbano en particular, las manifestaciones (salvo las que se celebran contra la ley de la gravedad), los jipíos, el diminutivo «Barita», la alegría forzada de las navidades, el can Cerbero, las estatuas ecuestres, los chalets adosados, el coleccionismo, los pantalones bombachos, los globos hidrostáticos, el escultismo, los villancicos, los damasquinados, el farinato, los juegos olímpicos, la cebollita en el martini, la Puerta del Sol, el cocoliche y lo porteño, el nouveau roman, los niños de San Ildefonso, la margarina, Saramago y su bilis, la filatelia, los Balcanes, la nouvelle cuisine, el colorete, los bisoñés, los que se declaran «muy sensibles», las cantantes recatadas, la alegría de la huerta, los locutores deportivos chillones etc.) aunque es cierto que el catálogo se ha ampliado con el paso del tiempo. Así, hoy debo añadir a la lista:

El Papa Francisco.

La blandura lela de François Hollande.

Los andares de pavo discotequero de Pedro Sánchez de la Preveyéndola.

La irrefrenable tendencia a la prevaricación de muchos jueces españoles.

La sonrisa inane de José Luis Rodríguez Zapatero.

La soberbia patética de García Margallo.

Las jotas sicalípticas de un tal Echenique.

La hipocresía de los millonarios de izquierdas.

La condición de académico de la lengua de Juan Luis Cebrián, el de la «insidiosa Reconquista» (!).

El estilo jaquetón de un tal Rufián.

El buenismo mortífero de Angela Merkel.

Los bailes grotescos de la gogó del Llobregat, un tal Iceta.

La deriva de ABC, que confundió el otro día a José Antonio Primo de Rivera con su tío Miguel.

El sombrerito cursilón del uniforme de gala de los Mozos de Escuadra.

La chusca chabacanería de las chirigotas gaditanas.

La irrelevancia ganada a pulso por Arturo Mas, hoy Artur Menys.

El brillante futuro a sus espaldas de Vargas Llosa, ya que cada libro que publica es peor del anterior.

Los salvaplanetas.

El insoportable cine soporífero de Isabel Coixet.

Perales.

Greenpeace.

Las ensaladillas perpetradas con patatas congeladas.

Los horarios absurdos de algunos partidos de fútbol.

Las ONGs en general y más de una en particular.

Lo políticamente correcto. El orgullo (?) gay.

La constante cacografía en los subtítulos de Televisión española.

La saturación publicitaria de las emisoras de radio.

La repugnante tomatina de Buñol.

Los numeritos forzados de Jorgito Vestrynge.

Los bocadillos de calamares aceitosos.

El jamón de recebo.

La mayoría de cantautores.

Las carreras benéficas.

Los minutos de silencio de quince segundos.

Las carmenadas y algunas más que me reservo para futuras entregas.

Siguen gustándome, en cambio: la ambigüedad no calculada, los algoritmos escuetos, los balnearios, las banderillas de anchoa, Hegel, la mar salada, todas las pelirrojas, los mecheros Dunhill, el champán francés, la mala leche elegantísima de los cisnes, la brillante sintaxis de Lobo Antunes, los toros coloraos ojo de periz, el lux perpetua luceat eis, el caso dativo, las guerrilleras de bailongo, la plaza de toros de Bayona, los calzadores de mango largo, la cetrería, el ginger ale, los claros clarines, los siglos dieciochos, particularmente el inglés, los imperativos categóricos, las modelos llenitas, los pintores sin autorretrato de Valentí Puig, el valor de los toreros, todos los Rosselló que conozco, las promesas imposibles, las chicas del Crazy Horse, las del Doll’s moscovita, la perspicacia femenina, la simpatía natural de los estafadores, la ciudad de Dresden, el reaccionario de Nicolás Gómez Dávila, el aire acondicionado, cualquier forma de patois, los mentirosos compulsivos, el tabaco, la segunda parte del Quijote, un soneto de Dámaso Alonso, el saxofón, los arcanos inescrutables de la lengua rusa, la horchata de chufa auténtica, la dulce mirada de musaraña de las rubias miopes, la ligereza de cascos, la pesca al volantín, los perros infieles, el Kalevala, el rejoneo, la cocina portuguesa, los sonetos de Quevedo, la aspiración a lo imposible, la indiferencia calculada, el escepticismo moderado, la caligrafía, el Imperio austro-húngaro, los haikus del budismo Zen, la simple e inigualable eficacia del Vicks Vaporub, el perfeccionismo estilístico de Flaubert, la soledad de los fareros, la aceituna en los martinis, los delirios de Nikolai Vasílievich Gógol, el refugium pecatorum, la escarcha, la vodka ucraniana con miel y guindilla, la empanada de chocos y muchas cosas más que, por desgracia, no recuerdo ahora.

Debo aclarar que si fuera emperador del Universo Mundo no prohibiría lo que me disgusta ni impondría lo que me gusta. A ver si algunos politiquillos de medio pelo toman ejemplo de mi virtuosa disposición y dejan de prohibirnos e imponernos «por nuestro bien».