Jesús se aparece a los Apóstoles la misma tarde del domingo que resucitó. Nuestro Señor Jesucristo les dijo: «La paz sea con vosotros». Y, dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos, al ver al Señor, se llenaron de alegría. Los discípulos recibieron y aceptaron el mandato del Señor, el cual les dijo: «Como el Padre me envió, así os envío yo». Momentos antes de retornar al Cielo, envía a los Apóstoles con la misma potestad con la que el Padre le envía enviado. Todos los que obedezcan a los Apóstoles se salvarán; los que no les obedezcan perecerán. En esta misión los Obispos son sucesores de los Apóstoles. El Papa León XIII explicaba cómo Cristo transfirió su propia misión a su Iglesia. Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia.

Jesús dijo a sus Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos». Los santos Padres han entendido siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados para reconciliar a los fieles que han caído en pecado después del Bautismo. El sacramento de la Penitencia es la expresión más sublime del amor y de la misericordia de Dios con los hombres. Este domingo es llamado de la Misericordia precisamente porque Dios siempre perdona. En el sacramento de la confesión, sinceramente arrepentidos de nuestros pecados, recibimos el generoso perdón de Dios. La potestad divina de perdonar los pecados la han recibido los sacerdotes. Los Papas han recomendado con insistencia que los cristianos sepamos apreciar y aprovechemos con fruto este Sacramento.

Tomás, uno de los doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «Hemos visto al Señor». Pero él les respondió: «Si no veo la señal de los clavos en sus manos, no creeré». A los ocho días, estaban cerradas las puertas. Vino Jesús, se presentó en medio y dijo: «La paz sea con vosotros». Después, dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente». Respondió Tomás y le dijo: «¡Señor mío y Dios mío!».

Jesús contestó: «Porque me has visto, has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído». La respuesta de Tomás no es una simple exclamación, es una afirmación, un maravilloso acto de fe en la Divinidad de Jesucristo.

El apóstol Tomás, como todas las personas, necesitó de la gracia de Dios para creer. Hubiera sido más meritoria su fe si hubiera aceptado el testimonio de los Apóstoles. Las verdades reveladas se transmiten normalmente por la palabra, por el testimonio de otros hombres y mujeres que, enviado por Cristo y asistidos por el Espíritu Santo, predican la Palabra de Dios. La predicación del Evangelio tiene las suficientes garantías de credibilidad. Deben alegrarnos muchísimo las palabras de Jesús cuando dice: «Bienaventurados los que sin haber visto han creído». Se alude a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que cree.

¡Creo, Señor, pero aumenta mi fe!