El puerto de Sant Antoni de Portmany, en una imagen de archivo. | Daniel Espinosa

Esta semana se juega la bahía de Portmany. Algo sorprendente a estas alturas turísticas, cuando ya sabemos que es mejor proteger que destruir el medio ambiente. Mucho tiene que ver el empecinamiento de los cortos de miras, la presión centralista de la ensaimada mallorquina, la ambigüedad preelectoral de los que prometían un iluso referéndum o la simple especulación de una mafia portuaria que considera a San Antonio como un estercolero social pitiuso, una ciudad dormitorio a la que pretenden negar un aumento en calidad de vida que revolucionaría el mercado isleño.

Por mero sentido común y sufrida experiencia la mayoría portmanyí está en contra de la llegada de los ferrys. Pescadores, hoteleros, comerciantes, Club Náutico, periodistas y pesos políticos de diferente ideología se han pronunciado claramente en contra porque suponen muchos más inconvenientes que beneficios.

Las navieras realizan una labor fundamental y para eso tienen el puerto de Ibiza, que cumple perfectamente con las medidas de seguridad y garantiza el tráfico de mercancías y pasajeros. Las características de San Antonio son muy diferentes. La bahía es su baza ganadora para resurgir como destino turístico y recreativo antes que ser condenado a ruinosa escala de codicia. Es una cuestión de proporción, naturaleza, armonía y bienestar.

El peligroso efecto tsunami de los ferrys y su limitada maniobrabilidad en la coqueta bahía amenazan la vida de bañistas y marinos y revuelve los fondos. La contaminación que provocan está demostrada y pueden sentirse las vibraciones de sus turbinas en cuanto pasan Conejera. Han llegado a encallar en la bocana del puerto y colapsan el tráfico urbano. Y sí, también en Portmany respira una bendita Posidonia que hay que cuidar.

Esta semana, parece increíble, se juegan Portmany.