Jesús desea que no tengamos un afán desordenado de los honores humanos. El Señor quiere resaltar la importancia de lo que aparentemente es insignificante. La viuda pobre, dijo Jesús, ha echado en el cepillo del tempo más que los ricos. El valor de las acciones consiste más en la rectitud de intención y la generosidad de espíritu que en la cuantía de lo que se da.

El que tiene mucho puede ayudar mucho. Si tiene muchas riquezas, tiene la ocasión de ayudar a los necesitados. Esto, aunque sea por altruismo, tiene mucho mérito. El que tiene mucho, si quiere puede ayudar en cantidad a los que no tienen lo estrictamente necesario para subsistir. La viuda de la que habla el Evangelio, al echar dos moneditas en el cepillo del templo, entregó todo lo que tenía para su sustento. Los ricos que ayudan a los pobres dan lo que les sobra. La viuda pobre entrega todo lo que tiene. Pobres y ricos pueden hacer obras buenas que no quedarán sin recompensa.

El Apóstol Santiago dice que la verdadera religión consiste en ayudar a las viudas y a los huérfanos – obras de caridad–, y no dejarse contaminar por este mundo. Siempre tenderemos y tenemos ocasiones para hacer el bien a nuestros semejantes que son hijos de Dios como nosotros. Realizar una obra buena a favor de los demás implica un premio, una recompensa; la satisfacción y la alegría de haber hecho el bien a los demás. San Francisco de Sales afirma: «Que las pequeñas obras no dejan de ser gratas a Dios y de tener su mérito ante Él; de donde, aunque ellas por sí mismas no valen para aumentar el amor precedente, la providencia divina que tiene cuenta de ellas y por su bondad, las estima, inmediatamente las recompensa con aumento de caridad en esta vida y con la asignación de mayor alegría en el cielo». El domingo pasado decía que una persona me había entregado un donativo y me decía: «Yo también soy pobre, pero hay personas que lo necesitan más». Donde hay caridad y amor, allí está Dios.