"El Adviento nos recuerda que el Señor ya vino, hace mucho tiempo, en las periferias de Belén." | Pixabay

Es oportuno el mensaje que nos encontramos en este tercer domingo de Adviento. El Adviento nos recuerda que el Señor ya vino, hace mucho tiempo, en las periferias de Belén. Tenemos la esperanza de que regrese para hacer definitivamente el Reino que comenzó con su predicación, muerte y resurrección. Pero hasta ese día desconocido, el Señor está continuamente viniendo, saliéndonos al paso, presente en nuestra realidad histórica y personal concreta: y nos preparamos para acoger esa continua visita. Hemos sido llamados a despertar y espabilarnos, y a preparar el camino al Señor, y a convertirnos... Pero puede ocurrirnos que no seamos capaces de reconocerlo.

Lo primero es que no es fácil reconocer al Mesías de Dios. Guiado por los profetas, Israel lo estuvo esperando durante siglos, sin embargo, cuando llegó, hasta a las personas espiritualmente más preparadas y mejor dispuestas les costó entenderlo, acogerlo y aceptarlo. Bastantes no lo consiguieron, y el mismo Juan Bautista fue presa del desconcierto. Si el Mesías de Dios no sorprendiera ni provocara interrogantes, dudas e incluso incredulidad, probablemente no vendría de Dios. Toda la Historia de la Salvación es una cadena de sorpresas e imprevistos comportamientos de Dios. Como decía Dios por medio de otro de los profetas: «Mis caminos no son vuestros caminos». San Mateo nos presenta la duda que surge en la mente del precursor, y que, por medio de algunos discípulos, plantea directamente a Jesús, y recoge la respuesta que Jesús le dio. Juan se encuentra en prisión por haber denunciado el comportamiento inmoral del rey Herodes, que se quedó con la mujer de su hermano. Allí, le permiten estar en contacto con sus discípulos, y se mantiene informado de la actuación de ese Jesús al que él mismo había anunciado como el Mesías cercano. Envía entonces a sus discípulos a preguntar: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (v. 3). Para entender su perplejidad, hay que tener presente la imagen del Mesías que desde pequeño le habían transmitido los líderes espirituales de su pueblo. Desde prisión, en su cabeza da vueltas el repetido anuncio de los profetas, que esperan un «libertador» (Is 61,1), que restablezca en el mundo la justicia y la verdad. El Bautista aguardaba y había anunciado un Mesías-juez riguroso, que arremetería contra los malvados. Y de ahí su sorpresa: Jesús no sólo no condena a los pecadores, sino que come con ellos y se jacta de ser su amigo (Lc 7,34). No quiere apagar la llama que aún humea, ni romper la «caña cascada» (Mateo12:18-20) No destruye ni amenaza a los pecadores, antes bien, tiene para ellos palabras de salvación y de vida. A los enviados del Bautista, Jesús no les da explicaciones, ni entra en razonamientos ni discusiones: se presenta como el Mesías, enumerando seis signos que también se encuentran en los profetas: la curación de los ciegos, de los sordos, de los leprosos, de los tullidos, la resurrección de los muertos y el anuncio del Evangelio a los pobres. Todos ellos signos de salvación, ninguno es de condena. Está surgiendo, pues, un mundo nuevo. Jesús concluye su respuesta con una bienaventuranza, la décima que se encuentra en el evangelio de Mateo: «bienaventurado quien no se escandaliza de mí.

El tiempo de Adviento y Navidad es, por tanto, una invitación para revisar nuestras ideas, convicciones y esperanzas sobre cómo es Dios y cómo actúa. El Mesías llega con misericordia. Llega curando, acogiendo, sanando, buscando con ternura a la oveja perdida, recibiendo de nuevo en casa al hijo impresentable que se alejó y derrochó todo lo que había recibido. Un Mesías que se encuentra en un discreto establo, naciendo con la belleza y el sigilo, con la fragilidad con la que nacen todos los niños. En definitiva: recuperar la capacidad de asombro y sorpresa,es «reconocer al Mesías».

Es decir: es Adviento, cuando se lucha y defiende la dignidad del hombre y la vida. Porque entonces, hoy y siempre el Señor viene en persona a salvarnos

¡Alabado sea Jesucristo!