Recuerdo que hace unos años, cuando yo tenía un bebé en casa, saltó la noticia alarmante de que el plástico con el que se fabricaban los biberones podría contener sustancias cancerígenas. Todos nos asustamos y volvimos a hacerlo cuando se dijo lo mismo de los táperes donde guardamos la comida. El mundo está lleno de agentes cancerígenos que respiramos, comemos y bebemos y esa realidad nos sobrecoge, especialmente cuando hemos sido testigos de lo que el cáncer hace con sus víctimas. Ha venido a mi memoria porque el otro día me tomé un café con una amiga que, frente a mí, se encendió un cigarrillo. Frente a mí, sobre la mesa, descansaba el paquete de tabaco con una fotografía espeluznante en la que se veían los estragos de un cáncer de garganta como advertencia de lo que te puede pasar si fumas. Mi amiga hizo caso omiso, por supuesto, porque los vicios no son fáciles de abandonar. Pero entonces me pregunto: si cualquier noticia o rumor sobre posibles efectos cancerígenos en tal o cual sustancia moviliza a las autoridades sanitarias, ¿por qué el consumo de tabaco sigue siendo legal? Por desgracia esta pregunta se responde sola: por sus ingentes beneficios para las arcas públicas. Un país desarrollado es muy caro de mantener porque cada día demandamos más y mejores servicios. Los fumadores se autoflagelan de forma voluntaria y con información clara sobre sus consecuencias. Son adultos, al menos la mayoría. Así que se les presupone una especie de autoinmolación a favor de la comunidad. En cada cajetilla, 3,5 euros van para Hacienda. Más de 9.000 millones de euros al año, que el Estado perdería si todo el mundo dejara de fumar. Mucha foto amedrentadora, pero les conviene que todo siga igual.