Imagen de recurso de un bar en la playa. | Imagen de StockSnap en Pixabay

Hace unos 30 años que descubrí por primera vez el quiosco de s’abeuradeta en es Pujols. Un pequeño chiringuito en el que podías comer unas sardinas o una tortilla y tomar cerveza fresquita frente a un mar de ensueño y todo a un precio asequible para todos los bolsillos. Con el paso de los años, los quioscos de Formentera se han ido desvirtuando para convertirse en lugares en los que un turista deslumbrado por la belleza del mar es capaz de pagar hasta cuatro eurazos por una cerveza medio calentona, servida en un cutre vaso de plástico reutilizable. Las normas de las antiguas concesiones prohiben cocinar, pero los quioscos servían hamburguesas, entrecots, solomillos o platos de pasta propios de la alta cocina italiana, elaborados en unas más que dudosas condiciones higiénico-sanitarias y todo el mundo lo sabía, todo el mundo. Los quioscos han funcionado también como coctelerías, en los que un mojito o un gin tonic se paga al mismo precio que en los mejores bares de París.

Todo eso ha llevado a convertir a los quioscos de Formentera en Ese Oscuro Objeto del Deseo objetivo de empresarios de fuerte músculo económico y potentes gabinetes jurídicos. Un concurso con condiciones draconianas dejó fuera a los antiguos concesionarios, abriendo las puertas a nuevos proyectos. Pero el proceso lleva parado dos años y, entre otras cosas, eso ha hecho que este invierno no hubiese quioscos para los residentes. Reclamar ahora la esencia de Formentera de los quioscos de antes es ridículo, teniendo en cuenta en lo que entre todos los hemos convertido. Y está claro que el dinero llama al dinero y es el mercado, amigo. Se resuelva cómo se resuelva este tortuoso asunto, está claro que tendrá consecuencias económicas para el Consell en forma de indemnizaciones y está claro que la esencia no se va a recuperar.